Cuento
Los habitantes del armario
por Natalia Bedoya Iragorri
Y quizás, esta vez, no era el sol de la Sabana lo que daba la ilusión de que mi piel era brillante, sino que yo era el sol mismo, iluminando vanidosamente a los mortales que, inocentes, creían poder centellar igual que yo.
Me dicen ven hija, dentro del armario. En silencio y que no te pillen, que no te escuchen para que vivas.
A mi hermano no le dicen que se esconda, que mejor se quede en el cuarto para que no crean que los niños están escondidos, que yo estoy afuera jugando. Al gato lo meto conmigo al armario. Si se llevan a alguien que no sea al gato. ¿De qué sirve un gato en el monte?
Tocan, no; golpean la puerta. ¡Abran ya! ¡Abran, perros!
Mi mamá dice, ¡ya voy! Le tiembla la voz. Sé que espera que no se la lleven de puta, a mi papá de soldado, a mi hermano de sacrificio y a mi de juguete de alguno en el campamento. Así nos dijo que íbamos a terminar, pero hoy no. Se oye pacito pero oigo a mi mamá rogarles no señor, eso no. Se lo pido. Dígame cuánto y ya mismito le consigo.
Entran pasos acelerados a la casa. Yo sé identificar los pasos de mi familia y ninguno parece el caminado de alguno de los Casas. Oigo que intentan llevarse a mi hermano. Oigo que dice por favor no, se lo pido, yo estoy chiquito todavía y oigo como lo golpean. Él grita; yo me tapo los oídos. El gato duerme. Quisiera ignorar como el gato. Si se quieren llevar a mi hermano al menos no pueden matarlo acá. Los gritos y sollozos los podía aguantar cada vez más, pero los pasos que deambulaban por la casa buscando algo más no me dejaban respirar. De acá me van a sacar. Prefiero que me maten a que me arrastren al monte.
Siento que un par de botas pesadas vuelven al cuarto, se acercan al armario y se quedan quietas, quietas. Me tapé la boca, imaginé estar jugando a las estatuas, y ahí estuve lo suficiente para darme cuenta que el gato también jugaba a las estatuas conmigo, solo que él dormía y no sabía qué estaba pasando. Mis manos temblaban, mi corazón estuvo cerca de salir de mi propio cuerpo, como si él mismo tuviera la intención de matarme ahí mismo, más fácil. Muerta, al menos con la compañía del Señor que hoy no está acá con nosotros.
Suena un carro viejo y desgastado. Silencio.
Arranca el carro. Ruidoso, se va alejando.
Por el nuevo silencio siento que a todos se los llevaron menos al gato y a mí, los habitantes del armario. Ahora tendrán una puta, un soldado, un sacrificio nuevo, pero se les quedó el juguete y un gato ignorante.