Acotaciones
por Alejandro Alfonso y Walter
Toda identidad es errada, incluso horrible, y, trágicamente, será lo único que quedará de nosotros. No las intenciones, no los pensamientos, sólo la máscara.
Uno de los síntomas de la diferencia de relevancia entre usted y yo es que yo tengo un alterego. Tengo un alterego claro y conocido alrededor de los rincones del infierno digital. En otras palabras, gracias a mis previas incursiones en el mundo de los podcasts y las redes sociales, a las personas que conozco no les basta con que me presente como Alejandro. Sus caras confundidas me hacen pensar que creen que les estoy mintiendo y es ahí que aclaro que también existe una curiosa estirpe que me llama Walter.
La gente chimba tiene alteregos. La gente chimba y los que tienen un trastorno disociativo de la personalidad, claro. Kanye West tiene a Ye (aunque recientemente se hayan fusionado), Bowie a Ziggy Stardust, Mutis tiene a Maqroll, Eminem tiene a Slim Shady y Pessoa tiene a sus más de cien figuras con las que firmó diferentes secciones de la totalidad de su obra. Aunque, algunas de estas figuras tienen heterónimos en vez de alter egos. Es distinto tener un alter ego a tener un heterónimo. ¿Es distinto? Definitivamente el alter ego y el heterónimo son distintos al pseudónimo. Cuando García Márquez escribía para El Heraldo y firmaba Septimus, lo escrito seguía siendo obra de la misma persona que posteriormente escribiría Cien Años de Soledad. Pero cuando Mutis escribe Oración de Maqroll aparecen dos voces, la primera, que introduce al aventuroso Gaviero y la segunda, la del mismo Gaviero que reza de manera tan solemne que su oración ha encontrado escucha, más no respuesta, en este rincón del mundo. El alter ego y el heterónimo son otros personajes que residen en una misma persona, el seudónimo es simplemente un engaño simple y pragmático al que recurren varios escritores cuando enfrentados por la duda sobre la calidad propia, el ensayo de una posición poco ponderada o la censura. La diferencia entre alter ego y heterónimo, si es que existe una, parece darse en que el alter ego se vive mientras que el heterónimo se escribe. O, mejor dicho, se firma. Y pues, evidentemente, todo lo escrito es vivido, entonces todo heterónimo es alter ego, mientras que no todo alter ego es heterónimo. Explicado mejor, alter ego se refiere al otro en un ámbito psicológico mientras que el heterónimo requiere un contexto o quehacer literario o artístico.
Al revisar el rol que juegan tanto los alter egos en las personas y los heterónimos en los artistas he notado cierta función compartida. Esta es la de expandir los horizontes de las voluntades y capacidades regulares por medio de un personaje creado, al menos parcialmente, de manera inconsciente. Slim Shady es homofóbico porque Eminem no puede serlo. Ye dice que es un dios porque Kanye West es un católico devoto y no puede decir eso. Maqroll tiene las aventuras que Mutis no tiene y necesita tener. Y, pues, Pessoa. Pessoa capaz simplemente estaba loco. Pero, a pesar de todo lo que mis amigos les harán creer, yo no estoy loco. Creo que mi caso se acerca más bien a lo que Mario Barrero, profesor de la Universidad de los Andes, afirma en el capítulo Maqroll el Gaviero o la necesidad del otro de su libro Maqroll y compañía: “la necesidad de un otro para proyectar en el ámbito de la ficción literaria las inquietudes existenciales del autor de carne y hueso, pero a su vez asumiendo el reto de la autonomía y el distanciamiento que ese otro puede alcanzar respecto a su creador.” (Barrero, 2012, p. 25). ¿Qué hace Walter por Alfonso? ¿De qué manera es una necesidad mía? ¿Cómo expande Walter mis horizontes?
Yo creo que Walter hace por mí, de manera mucho menos imaginativa, algo parecido a lo que hace Maqroll por Mutis: resiste a la modernidad. O al menos a los tiempos contemporáneos. El mundo permisivo de mis diecinueve años combina libertad absoluta con diminuta agencia. Mi poder consiste en comprar una botella de aguardiente, pero no hay nada que me prohiba―más allá de las voluntades de los involucrados―tener una inmensa orgía. Puedo quedarme en la cama durante la totalidad de mis domingos. Puedo decir que odio a la Iglesia Católica y publicarlo, incluso si no lo hago. Puedo decirle a un profesor que me duele la barriga y que por eso no iré al parcial, que vea él o ella que día me cuadrará el supletorio. Walter complica esta existencia.
Walter es más poderoso que Alfonso, o al menos se cree más poderoso. Pero más que eso, Walter se la pasa metido en problemas. Alfonso es calmado y racional y nunca ve nada feo. La vida de Alejandro Alfonso es lisa y suave. Está hecha para caminarla descalzo. La vida de Walter es la fricción necesaria. Hay peleas, gritos, mentiras, canalladas. Hay excesos y egoísmos. Walter es un guerrero y Alfonso es un comerciante.
Creo que la mejor manera de explicar la diferencia entre Walter y Alfonso es hablar de los intentos de robo a los que se ha enfrentado cada uno. Hace alrededor de un año un gamín se le acercó a Alejandro Alfonso mientras caminaba por la gasolinera adyacente al esperpento arquitectónico popularmente conocido como City U. Le dijo que le diera plata, Alfonso le respondió diciéndole que no tenía y entonces el gamín sacó un cuchillo. Le pidió todo lo que tenía en la billetera. Alfonso le entregó unos cuarenta mil pesos y el gamín se fue. Fue humillante y generó una gran impotencia, como cualquier robo. La semana pasada Walter estaba caminando al lado de las Torres del Parque y dos gamines montados en una moto lo cerraron. Mientras el que manejaba gritaba “relajado, relajado”, el parrillero se alistaba para sacar algo del bolsillo del saco. Yo, que no soy bobo, salí corriendo apenas se acercó la moto. Mientras corría escuché los gritos de los ladrones en potencia, que decían que no fuera marica, que por qué corría. Pasé el muro que separa las torres de la quinta y me paré al lado de un vigilante con el mismo porte que tiene un niño de seis años que se acaba de orinar en el colegio.
La vida de Alejandro Alfonso únicamente es posible porque existe la vida de Walter. Alfonso sólo puede funcionar como Alfonso porque a veces puede hacer de Walter. Antes decía que Walter es la fricción necesaria. Es el mismo concepto físico de fricción. Una vida sin fricción es imposible, no en el sentido de que no pueda existir, sino más bien en el sentido de que en ella no se puede hacer nada. Todo continua y la cómoda inercia se desprende de las pretensiones y lleva a una vida donde no hay nada por vivir. La creación de un alter ego puede ser muchas cosas. Una de ellas es la búsqueda de la necesaria fricción.
Pero también hay algo en Pessoa. Hay mucho en Pessoa. Si bien ese algo no entra en una necesidad de ser otro (probablemente en una necesidad de ser muchos), sí cabe en el reconocimiento de la labor literaria como creación de máscaras. Eso es lo que es, parcialmente, Pessoa: un confeccionador de máscaras.
La máscara también explica a Walter y a Alfonso. Hacer máscaras es como hacer lo que se conoce en Harry Potter como un horcrux. Este tipo de magia oscura hace a una persona inmortal a un gran costo: parte su alma en pedazos hasta llevarlo a un punto de completa deshumanización. Después, una parte de la vida de esta persona reside en cada una de las partes de los horcruxes creados, haciendo imposible que muera sin que se destruyan previamente estos aparatos. Las máscaras, como los horcruxes, toman pedazos de un “inquilino” y lo guardan en sí inmortalmente. Como una foto. Disecan un pedazo de una entidad. Y las máscaras nunca mueren. Pueden ser usadas por otros incluso. Creo que, y me perdonarán si sobreestimo un poco mis habilidades literarias, con el suficiente estudio de la obra de Mutis, me es posible falsear una aventura de Maqroll. Es posible ponerse esa máscara creada por el colombiano; incluso si él lleva muerto diez años, Maqroll aún vive.
Hablar de alter egos y heterónimos y máscaras y muerte da pie a incursionar en varias reflexiones sobre las máscaras que se pueden realizar a partir de una atenta lectura de La Máscara de La Muerte Roja, famoso cuento de Edgar Allan Poe. En el cuento de Poe, una misteriosa nobleza se encierra en un castillo para evitar la Muerte Roja, peste que está plagando al mundo conocido. Se encierran en un lugar sin pensamiento y en él dan la espalda al mundo. Durante el baile de máscaras organizado por el príncipe, las curiosas campanas que marcan la hora les permiten pensar y con el pensamiento aparece el misterioso individuo enmascarado, la Muerte Roja, que lleva a la muerte y destrucción en el palacio. Todos los hombres utilizan una máscara fea, incluso el misterioso individuo enmascarado. La gran diferencia es que la Muerte Roja es una máscara sin contenido. Fundamentalmente, eso es morir, dejar una máscara sin inquilino. Un cuerpo sin quién lo mueva, una identidad sin quién la llene. Ese es el gran terror que termina de carcomer a los quienes desenmascaran a la Muerte Roja: pronto ellos morirán y lo único que quedará de ellos serán las máscaras feas que se han puesto. Toda identidad es errada, incluso horrible, y, trágicamente, será lo único que quedará de nosotros. No las intenciones, no los pensamientos, sólo la máscara.
Todos los hombres dejan máscaras al morirse, dejan al menos una: la que ocuparon en vida. Una de las mayores polémicas en las que estuvo involucrado un artista colombiano, excluyendo aquellas que protagonizó nuestro rey, fue la que surgió cuando Harold Alvarado Tenorio afirmó que había escrito aquel poema atribuido a Borges que le da el título El olvido que seremos a la novela de Abad Faciolince. Alvarado Tenorio dijo que lo escribió imitando el ritmo de La Cifra, poemario de Borges. Se puso la máscara de Borges e hizo quedar como un bobazo al bestseller más segundón de la nación. Produce algo de terror que alguien después de uno pueda ser uno, que alguien se ponga mi máscara y me haga quedar mal o, incluso peor, bien. Y es que eso de tomar identidades prestadas nunca termina bien, pregúntenle cómo le salió eso a Patroclo.
Felipe Villarreal le dice a las mujeres que conoce ebrio que se llama Alejandro Alfonso. Eso es terrible. Están usando mi máscara para decir pendejadas. La mejor manera de tratar el tema es saber quién es uno. El problema es que tener un alter ego no muy bien identificado dificulta ese asunto. Necesito saber quienes existen en mí para saber quién soy.
Tengo que resolver estas disputas ontológicas. ¿Quién firma los artículos? ¿Walter o Alfonso? ¿Quién escribe para Bu!!a? ¿Alguno es mejor que el otro? ¿Qué temas son mejores para Walter? ¿Cuáles son mejores para Alfonso? He pensado mucho en su diferencia biográfica. Las distinciones biográficas son claves para los alter egos o heterónimos. Walter es más jóven, más inmaduro pero más talentoso. No siente culpa. Alfonso es más de verdad. Pero bueno, definir distinciones no es lo que me debe ocupar en la presente entrega de acotaciones. Lo único que tengo que hacer acá es dar el primer paso. Es reconocer que hay Walter y hay Alfonso y que existe una línea que los separa. No quiero ser Kanye West. Como dijo aquel cubano que además fue un gran cantante y aún mejor poeta: debo partirme en dos.
Este artículo obviamente se encontrará firmado por Alejandro Alfonso. Walter no sabe que también es Alejandro Alfonso, y, de saberlo, nunca se atrevería a demostrar que es consciente de tal hecho. Las implicaciones existenciales serían profundas e indelebles. Persiste la duda de qué textos han sido escritos por Alfonso y cuales por Walter. Todo lo escrito antes de Discusiones Disruptivas es de Alfonso. Algunas de las cartas de amor son de Walter. La crónica es de Alfonso. El poema La condena del nostálgico es de Walter. Los parciales escritos de filosofía son de Alfonso. Y…jueputa, no. No. No puede ser. Acotaciones lo comenzó Alfonso y lo terminó Walter.