Las mirlas y el cerezo
los rostros del silencio
por Juan Pablo Vergara
La segunda entrega de Las Mirlas y El Cerezo.
Decidí abandonar Otero Zarco después del estío. Concentré mis esfuerzos a lo largo del verano en reunir fondos para mi decidida excursión, después de todo atravesar el Yermo en los exordios del otoño previos a la caída es enfrentarse a la inclemente desolación de un nuevo ciclo temporal. Los árboles marianos anticipaban la muerte de sus ramas, los campos de grano deslumbraban la desnudez de sus cultivos. La moneda en Otero Zarco me concedió la libertad de morar, asimismo las codornices que infestan el Bosque Crespo nutrieron mi dieta acostumbrada a la ligereza. Cazar a las aves en verano significa una práctica lucrativa puesto que la proteína blanca es resguardo del apetito después de las caídas, cuando la nieve baja de las montañas y se sienta sobre la pradera. A falta de sabuesos Otero Zarco recae en sus figuras más dadas para perseguir a las ligeras criaturas, y que hombre más atlético que uno de sillón y biblioteca. Mis hermanos de jornal, mujeres y hombres cuyas agilidades cazadoras abundan, disponen de medianos intervalos en los que cesan sus oficios de talla, mina, pesca y cría para divertir sus cuerpos: la estrategia de persecución es un pellizco de espíritu, los cuernos de carga son silenciados por el trote raso del sigilo, las heridas del combate son retazos de arcilla y tierra sobre las desprendidas camisas. En los morenos cueros de sus pieles se filtra el rocío de sus ancestros, esa valentía domadora de paisajes destella en la manera como riman con el bosque.
El verano también fue una oportunidad para aventurarme con detenimiento en la cuenca del Hidalgo, su arroyo el Yotre, su nacimiento en la Sierra Calva, los frágiles peces que nadaban hacia sus tumbas de lino, la suciedad que se desprendía de los abrigos de lana, las caravanas mercantes del sur hinchadas de reliquias marinas, los jinetes oterunos sobre las adornadas mulas, y los campesinos de los campos de Brisas. Entre ellos conocí a Lenteja, un joven merecido, tonto pero sagaz, que frecuentaba el puente de piedra entre Otero Zarco y su comarca, su figura descalza y rolliza asechaba el lugar; saludaba a quienes se dirigían intramuros como si se trátase de su mansión y a quienes la dejaban les concedía la imaginaria licencia para que pudieran volverla a visitar. Lenteja no conocía el oficio labrador pero su artesanía consistía en la broma fácil, su desconocimiento de cualquier forma de intelecto o labranza lo hacía rey en su propio delirio. Más no era loco, ni presagiaba el fin de los tiempos, ni hipnotizaba a las jóvenes del lugar para perderse en su lujuria.
Después de cazar codornices íbamos con mis hermanos de jornal a cantar al puente donde anidaba Lenteja, tropezando al andar ebrio entre hurras y ofrendas de amargos licores, solitario entre la multitud. No puedo explicar el desprecio que sentía hacia él, hacia la compasión local a semejante criatura, de la simpatía amarga por esa desgracia de verle. Un hombre gozando de aliento que lo maltrata con su solo acto de estar.
Una noche callada Lenteja escarbaba la grava del costado norte del Yotre, acompañado de su desgastada mueca. Entre el arrullo de las aguas del río, un tranquilo roce del pasto a sus espaldas crecía lentamente. La imagen de algún roedor o codorniz distrae los miedos, me atrevo a pensar que Lenteja se dejó llevar por la tranquilidad de su mollera. Un centinela del puente acostumbrado al carácter bromista del bufón se encontró con un animal dispar, la ruina de un rostro roída por la palidez del miedo; Lenteja, empapado de las aguas del Yotre gritaba con la voz desgarrada. Al intentar socorrerlo, el guardia divisó a sus espaldas una sombra entre el follaje; de cuatro patas cual lobo, pero bicéfalo como ninguna criatura que alguna vez se ha visto, con un mirar carmesí lo atravesó para después desaparecer en la penumbra. Lenteja resolvió entonces lanzarse al río, pero una reacción inmediata del centinela los sentenció a sufrir el horror en la orilla. Ileso y sin tener marca alguna sobre su carne, las cicatrices del encuentro trazaron marcas en el hombre, en sus alaridos, en su mirar.
Al amanecer, mis hermanos de jornal se enteraron de lo ocurrido por cuenta del guardia, Lenteja se encontraba atado de manos a una asta en la cima de una colina al otro lado del río. Escépticos, a carcajadas apuntaron hacia el joven anudado y una vez allí ladraron como animales, le arrojaron tierra con ansias de una jocosa o torpe respuesta: tan solo obtuvieron el desinteresado pasar del viento. Para sorpresa nuestra, las aves del bosque no huyeron con la supuesta aparición de la bestia la noche anterior, los nidos arropaban las diminutas cáscaras manchadas sin rastro de algún predador que no fuera la mano oteruna. Acabada la caza, el joven atado a la estaca seguía coronando la colina, sin palabras fugadas siquiera por equivocación. No me apena reconocer que encontraba tranquilidad en su rigidez, pero sentía en las manos un atisbo de pesar: un campesino sometido al escarnio de la mudez, pero también al flagelo de su hablado simple. Pensé en Melías, en el regalo soberano del talento, el escurrido intelecto que se manifiesta en los pocos y que son pocos también quienes son privados de esa genialidad, esperando a ser amarrados a una asta en la colina. La mañana siguiente cuando cruzaba el puente de piedra al norte de Otero Zarco vi el amarradero desnudo. No ocupé la imaginación con el posible paradero de Lenteja, el guarda que lo había acompañado la noche de su delirio lo soltó y aún mudo, el joven caminó hacia el norte en la ceguera de la noche.
Las preparaciones para el viaje eran inminentes. Reuní mis folios en un cartapacio como el que portaba el jinete que alguna vez custodiaba las colinas en Mulas de Arreo, y quizá -sin buscar igualar su propósito- me encaminaba para enseñarle a Melías un horizonte distinto. Planeé detenerme ahí antes de subir la montaña, deseaba habitar el lugar donde la imaginación campesina logró dotar a las mulas de crías propias, donde el margen del Yermo cubre la aldea con una niebla que ofusca un futuro distinto, el cruce por el cual hacía ya incontables caídas tímidamente recorrieron los antepasados de estas gentes para nutrir el páramo. En una personal poesía quise emprender mi viaje a lomo de mula, empero la fría ironía del otoño quiso que lo iniciara a pie. Tendría que detenerme primero en la aldea madre de Lenteja, la prospera vecina de Otero Zarco en el piedemonte de la Sierra Calva al norte del Hidalgo, cuyo paisaje pude disfrutar antes de esta caída cuando el sol perduraba en la corona del cielo. Una vez decidido el rumbo me despedí de mis hermanos de jornal.
Zote, madre ancha de la campaña veraniega, organizó una velada la noche previa a mi partida. No estoy seguro si era costumbre despedir una travesía con una cena, o un agradecimiento que fuese respondido con una ofrenda, pero al foráneo se le recibe con plenitud: el trato extraño del cobijo sencillo de una familia extensa, de fraternidades sobreentendidas hijas del seno del trabajo. La anciana Zote era de un pasado más reciente, cada anécdota reemplazaba un cabello gris, conocía el Bosque Crespo, cada árbol talado, cada sendero, los tipos de flores que crecían en primavera y las voces del río cuando cae la noche. El vientre se sale de su cuerpo y abraza con desinterés, sus hijos -como les llamaba a mis hermanos de jornal- veneran la discreta sabiduría de sus años, aman el cobijo de la matrona y la honran cantándole:
“Dulce Madre ¿Puedes oír el llanto de tu gente? Del Hidalgo brotan sonrisas, Al salir perderán. Dulce Madre, El calor de tu mirar, ahuyenta las penas, No volverán”
Al volverse oscuro, la colina que con estático orgullo lucía la estaca fue adecuada para la ocasión: un par de bancos cubiertos con un patrón de fibras sirvieron de trono comunero a Zote y a mí, cuatro alfombrillas tendidas en el piso separaban a mis hermanos de su acostumbrado suelo, en el centro se dispuso una pequeña brasa que se batía en la vigía de la noche. Hablaban entre sí, extrañamente el canto se ausentó de sus voces, tan solo guardaban distancia conmigo así que aguardé la razón del encuentro. El escritor en Otero Zarco vive de una fama grandiosa, aunque la lectura sea reservada para señores de estancia, oficiales mercantes de gremios, músicas de varilla o viento, y ancianos patrones que ven en ella la fantasía del devaneo, el hormigueo del naufragio, el capricho del engaño. Los poetas que han dibujado las tierras lo han hecho desde el bautizo del color, pero aquel que trace un risco nuevo, o un desierto donde haya ríos, se convierte en artesano de lo indescriptible. Los oterunos me acogieron como a un hijo del páramo, creyentes en la mágica grafía posaron para un retrato espectacular, esperando a que captara sus instantes de mundo. Escondido, apenado, tuve que disfrazar mis intenciones: buscaba por medio de ellos vestigios de sus antiguos, en sus muros los trazos que buscaban sepultar, en sus repisas los libros coloreados del tinte de hojas secas, en el pueblo sus ruinas, en los rostros sus silencios. La escritura no es mi refugio, dejar constancia más bien trasciende el egoísmo, la uso como una razón; puedo ser yo y muchos por medio de las letras. No había descubierto nada propio de los colonos del Yermo, no existen diarios o crónicas, ni canciones, ni murallas, tan solo está la pradera, una vista que compartimos con ellos. Aunque la lengua no ha sido un contratiempo durante mi estadía, los detalles del habla indican un camino a mi anhelado pasado; la manera como los naturales describen los relieves, el agua del cielo y la que corre en los ríos, los colores del viento, la madurez de sus familias y el deceso de sus madres, son vínculos tan estrechos que ignorarlos es como dar por sentado que sueñan como yo. Pensé en la mudez de Lenteja, en su soledad, en el temor que raptó su voz, por cuantas palabras pueda conjurar aquí solo pueda invocarle siendo un tonto, pero un tonto que intentaba enseñarme algo; a ver a través de las sombras de su silencio, algo así como un colono en vida.
Desperté de mi discurso cuando vi que dos de mis hermanos venían de una covacha sobre la orilla cargando entre ambos un cofre. La caja guardaba un reposo inusual, lentamente los anillos de madera de la cubierta parecían invitarme a bailar en su danza inmóvil. Zote me ofreció el incógnito tesoro, con la condición de que debía ser abierto en las laderas de la Sierra Nevada al finalizar mi empresa hacia el norte. “De la noche surgió, es deber tuyo guiarle a la Vigía en la montaña” susurró la anciana antes de finalizar la velada. Solo tras un destello de valentía decidí aceptar la ofrenda, no veía como un obstáculo disfrazado de enigma se consideraba una cortesía, pero accedí como respuesta a su generosidad desprendida. De madera gruesa la caja no parece ser de algún madero cercano, las dimensiones del cofre guardan una suerte de engañosa levedad que invita a tratarla con delicadeza. Falta poco para el amanecer, descansaré hasta bien entrado el día y partiré hacia el norte. La caja me mira del otro lado de la habitación, las aves auguran el cielo en llamas. ¿Cómo arrastraré esta carga por el claro nocturno del Yermo?
***
Al siguiente amanecer llegué a Brisas tras un día entero de caminar. Mis hermanos de jornal extendieron su mano en forma de una ligera carreta de pértigos cortos, a hombro halé el carruaje por el sendero de grava y lodo. El Yermo es tranquilo bajo la oscuridad del cielo, recorre la descubierta estepa el rumor de la soledad. Cuando el azul rebota en el claro como un relumbre de plata en el reino nocturno, uno alcanza a rozar con ojo cerrado los ruidos del herbazal, los enfrentamientos de las nubes, el eco de lo que fue. Ese escalón entre la pesadez del párpado y la libertad de los farallones del sueño no es tan ancho, sin embargo nunca he visto las curvas del páramo ni las aves de su cielo, las pesadillas cubren esos límites de la imaginación: soy un hombre temeroso, he buscado alivios para fraguar una coraza que dé frente a lo desconocido, pero es esa aversión a lo que no tiene nombre que inspira mi misión por adentrarme en el espeso desconcierto, de maravillarme, de cortejar con la oportunidad de ver el mundo por primera vez. Es rumor entre los campesinos briseños que al dormir habitamos el despertar de otras verdades, de campos simultáneos tan numerosos que podríamos soñar las caídas enteras que le restan al mundo y faltaría la oscura inmensidad por poder siquiera contemplar un final.
Mi última noche en Otero Zarco fue un vistazo a esas profundidades, a las sombras entre los anillos del cofre; En una cantera de piedra clara se alzaba un islote del cual brotaban las aguas de la laguna. Bajo este, nadaban en los quinientos pisos de profundidad hombres brutos de brazos gruesos, buscando hacer del agua la cortina entre sus pieles. Con vigor me sostuvieron hasta alcanzar la plataforma sostenida en el aire. En el centro yacía arruinado un altar de una roca distinta, sobre ella reposaba un manto oscuro de borde azur. La sombra vertía miel en su piel marrón, guardaba escondite tras las grandes hojas y todo parecía colmado de espera. El verde cubrió la luz, dejando a la vista tan solo un ojo mío y los oscuros labios del delirio que tuve en frente. Hubo paz, de esas últimas como las del bosque incendiado, y escuché a pocas el exterior. Ciertamente dudo de un equivalente en Nivoria en el que las lagunas se alcen y los hombres crezcan como hormigas, pero si conozco las sombrías ausencias, el néctar seductor con el que recubren sus alcances, el Yermo decidió contarme un tenebroso secreto en la mañana cuando emprendí el viaje y acertó en la diana.
No hubo rastro de Lenteja en el camino a su hogar. Las veinte familias que proveen a Brisas de trabajo, cultivo, tejado y ganado parecen indiferentes con la desaparición de su hijo; sin formar parte de su entramado engranaje supongo que agradecieron no conocer su paradero. Les conté tan solo de su último paradero, vagando hacia la Sierra Calva, pero el afán de descansar me impidió dar cuenta clara de su inusual marcha. El rumbo de Brisas siguió, sus molinos no pararon ni sus cultivos enfermaron, sus pedreras seguían robando a la Sierra y sus lugareños arando sus campos. Es una aldea serena, pese a su nombre solo la perturba la grandeza de la montaña y la música de su ladera. La aldea cuenta con una posada amplia, de catres de cedro, suelo de caliza, un fogaril como de castillo en Bosquegrís, comida fresca, y un establo hediondo de heno y mula, lo único propio de la vida bucólica y el único lugar donde sueño con esa historia en la que Lenteja solo canta encimado en sus rejas. Los árboles me escogieron para durar en el mundo donde solo desapareció, verle sucumbir ante las sombras del olvido es encontrar los motivos de un ayer que desvaneció y un mañana que no fue, es contemplar la muerte del mal para rendirme ante los destellos de la luna, la que nos cubre a todos por igual, y quizá sobre algún pastizal pudo haber encontrado el reposo que tanto merecía.
Conseguí por fin un animal para cruzar la pradera, el criador asegura que es una hembra descendiente de las primeras mulas traídas al mundo con la ayuda de la Sabia Denel en aquel renombrado caserío. Joven, mansa, de pelambre blanco y grupas fuertes es una mula que me entristece, o sencillamente encuentro la belleza en su mirar. Cual Helia, bautizarla y escribirla es un paso en la dirección más cálida, pensé en llamarle Lenteja, pero reemplazaría la estadía del campesino. Partiremos cuando la primera hoja del mariano en el asiento del mercado se separe de su ramaje y nos encaminaremos al camino del este, donde el adoquín es la más grande gracia en el lodazal del otoño y las pesuñas de las bestias el mejor andar. Carusa, la mula dócil, y Tomino, el aprendiz del Yermo, rumbo a la zozobra incierta bajo la incuestionable lluvia.