Cuento
justicia estética
por Alejandro Alfonso
Logró que se volviera a montar Aristófanes en Londres y que Look Back in Anger pasara de un teatro minúsculo en Huddersfield al Teatro Real de la Corte en Londrés. Eso era Swanson para Swanson: la justicia. Y era una justicia que no se retractaba.
A las 17:37 del 26 de febrero de 1957, el número 17 del Seething Lane tenía veinticinco metros de alto, cuatro escaleras de mármol en el zaguán, ochocientos setenta y ocho ladrillos, veinte pares de zapatos, tres camas desocupadas, un tinto en una tetera, seis ventanas increíblemente angostas y una mujer gorda tocando la puerta. Ni siquiera era tan gorda, las posteriores notas autobiográficas de Coffins nos llevan a pensar que las descripciones originales que realizó Swanson fueron algo injustas con aquella mujer que esperaba desganada en el frío de la tarde de un jueves londinense. Matilda Swanson, de infalible prosa, cincuenta años y arrugado rostro, se encontraba leyendo cuando escuchó la puerta retumbar. Bajó las escaleras irritada. Al abrir la puerta se encontró con una mujer gorda, cansada y desinteresada por completo en su presencia. Swanson la miró de la cabeza hasta los pies. Esperó a que la mujer hablara. Eso nunca pasó.
La mujer se volteó hacia su derecha y caminó tres pasos, apenas suficientes para no caerse por el extremo de las escaleras de mármol del zaguán del hogar de Swanson. Su movimiento reveló a una niña de unos once años, que miraba fijamente los ojos azules, casi grises, de Swanson. Tenía la nariz puntiaguda, la postura perfecta y en sus minúsculas manos cargaba un recorte de un periódico. Swanson volteó a mirar a la mujer gorda.
– ¿Qué quiere?
La mujer gorda no respondió. Swanson miró a la niña.
– ¿Qué quiere?
Antes de seguir con la respuesta de la joven Coffins, me tomaré la libertad de explicar la naturaleza de las traducciones de los diálogos entre la niña y la mujer. Si bien en el inglés no existe una voz formal y una informal o una de confianza y otra de extrañez -o como quieran llamar el tú y el usted del español o el tu y el vous del francés- me he tomado la libertad de traducir you por tú o por usted dependiendo del contexto. Si consideran erróneas mis decisiones frente a la formalidad o informalidad en las palabras de la niña o en las de la mujer, son bienvenidos ya sea a escribirme una carta argumentando el porqué de mis errores o, en su defecto, a escribir su propia traducción.
Jane Coffins estiró el papel de periódico para que Swanson lo pudiera ver bien y, en un tono muy educado y cordial, le dijo a la vieja crítica de arte que debido a su columna en el Manchester Guardian habían retirado la obra A Thorough and Reliant Bed Stain del Arts Theatre Club de Londres. Swanson afirmó que todo eso ya lo sabía.
– Siempre voy a ver esa obra. La anterior semana me dijeron que ya nunca podré volver a verla. Y me dijeron que fue porque tú escribiste aquella columna. ¿No podrías escribir otra para que la vuelvan a poner?
Matilda Swanson vivía sola. Su única pasión era el arte. Veía arte, leía arte, leía sobre arte, escribía sobre arte. Su última empresa consistía en la crítica teatral, que realizaba con las intenciones ulteriores de hacer efectiva la construcción del teatro nacional que se había decretado construir ocho años antes. No sería exitosa hasta 1963, cuando el nuevo Teatro Nacional montó su primera obra: Hamlet, con Peter O’toole. Swanson era rigurosa, estricta y fuerte. A Thorough and Reliant Bed Stain no fue la única, ni la más memorable (al menos por un buen tiempo) de las obras cuya producción cesó gracias a su delicado gusto. Pero también salvó varias obras de ser relegadas injustamente a los cajones empolvados de los armarios teatrales. Logró que se volviera a montar Aristófanes en Londres y que Look Back in Anger pasara de un teatro minúsculo en Huddersfield al Teatro Real de la Corte en Londrés. Eso era Swanson para Swanson: la justicia. Y era una justicia que no se retractaba. Obviamente le dijo a la pequeña Jane Coffins que no, no podía ni quería escribir otra columna para que la obra volviera al teatro.
Jane Coffins era una niña brillante para tener tan solo once años. Sus padres no tenían mucho tiempo para ella, por lo que contrataron a la señora Potts, aquella que Swanson describió como gorda, para que cuidara de Coffins. Potts no hablaba mucho ni le interesaban los temas que afanaban el pequeño corazón de Coffins. Aún así, la llevaba a todos los lugares donde tenía que estar, mentía por ella cuando debía y hacía retumbar puertas cuando fuera requerido por la pequeña Coffins. Coffins había ido a todas las funciones londinenses de A Thorough and Reliant Bed Stain desde que tenía cinco. Se sabía las escenas de memoria. Había comenzado a leer otros autores, demasiado complejos para su edad, para poder entender mejor las palabras que aparecían en esas escenas. Obviamente no recibió la respuesta negativa de Swanson.
– ¿Por qué?
– No es una buena obra.
– ¿Por qué?
– Ahí dice en mi artículo- dijo la señora Swanson mientras señalaba con su delgado dedo. – Es grotesca, muy larga y tiene una gramática contrahecha. Londrés está mejor sin A Thorough and Reliant Bed Stain.
– ¿Y por qué una buena obra no puede tener esas cosas que tú dices que la obra que me gusta tiene?
Había algo en los ojos de esa curiosa niña que enterneció profundamente a Swanson. En ella había la imaginación necesaria para un gusto delicado. Definió que sería injusto no darle más de su tiempo.
– Sígame.
Coffins tomó la mano de la señora Potts que a su vez siguió a la señora Swanson. Caminaron durante unos pocos minutos hasta llegar a los patios de la Torre de Londres. Antes de interrogarla, Matilda Swanson le preguntó a la niña su nombre.
– Señorita Coffins, ¿qué es lo más bello que ve?
Jane observó durante varios minutos. Le pidió a la señora Potts que por favor la cargara en sus hombros. Había comenzado a atardecer. Es importante que conozcan lo que podía ver la joven Coffins desde los hombros de su taciturna sirvienta. Vio la magnífica Torre de Londres, el Puente de la Torre, varias veletas surcando el viento, un gran barco que avanzaba más bien lento, una iglesia y varios enormes árboles. Eventualmente respondió.
– El río. ¿El río puede ser bello?
– Si. Claro que sí.
– Entonces el río. Pero también son bellos los puentes y la torre y el sol, así, naranja, también.
– Lo son. ¿Y si yo fuera a, digamos, reemplazar todas esas cosas que usted menciona, por grandes cúmulos de basura como la que hay ahí? ¿Qué le haría sentir?
– Rabia. Indignación.
– ¿Por qué?
– Porque la basura es fea y el río es bello. Y lo otro también.
– Estamos de acuerdo.
Jane Coffins entendía. Pero no se había dado por vencida.
– A Thorough and Reliant Bed Stain no es basura.
– Yo no creo que lo sea. Pero no es bella. Y que ocupe escenarios en Londres significa que hay obras bellas, que han sobrevivido por siglos y siglos y siglos, cuya preservación está amenazada. Y hay ciudadanos británicos que están viendo obras peores de las que podrían ver. Es una cuestión de justicia. De juzgar el arte bien. Entiendo cómo se siente, señorita Coffins. Yo también he visto obras que amo, y que me hacen sentir profundamente, salir de los teatros.
– ¿Y qué haces cuando eso pasa?
– Si siento su belleza intensamente, la siento tan intensamente que debo defenderla. Debo protegerla de ser juzgada erróneamente. Pero esa protección tiene que ser de hecho. Objetiva. Identificando y usando principios aceptados de la disciplina. A veces debo aceptar un error en mi sensibilidad. Pero normalmente si siento algo encuentro y enuncio los hechos lo suficientemente bien para hacer una defensa efectiva.
– ¿No es eso un poco egoísta? ¿Qué tu opinión sea la que más valga?
– Si dijera las cosas sin fundamento alguno, claro que lo sería. Pero no lo hago. Por eso es importante descubrir las reglas de lo bello. Descubrir una norma del gusto. Ver qué es lo que agrada a la constitución interna. Hay que silenciar al mal crítico y al mal arte con los principios aceptados, demostrarles que pueden tener atrofiado un órgano del sentir que no les permite juzgar correctamente. Si no lo hacemos socavarán lo bello, que ya es escaso. Y para eso están las reglas y los modelos. Para que podamos justificar porque mi juicio es mejor que el suyo.
– O porqué no.
– O porqué no.
Hacía mucho silencio en el patio. El paisaje era hermoso.
– Tú dices que al gusto le pueden pasar cosas que lo estropeen y haga que se equivoqué, ¿tú podrías estar equivocada?
– Sí.
– ¿Y aún así opinas?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Porque creo que estoy menos equivocada que el resto. Creo que me he vuelto delicada para esto.
El río retumbaba mientras el sol seguía escondiéndose. Swanson miraba a Coffins, que seguía aún trepada encima de la señora Potts, llorar. Sintió algo en los ojos pero lo contuvo. Es principio bien sabido: el patetismo excesivo no es de buen gusto.
-¿Y podría haber alguien más delicado que tú?- balbuceó Coffins.
– Sí.
– ¿Y esa persona podría demostrar que estás equivocada?
– Sí.
– ¿Y cómo se vuelve uno delicado?
– Vive. Y ve arte. Lo observa desde distintas perspectivas. Y lee de él, y lo compara con otras obras, y lo práctica, y se saca de la cabeza los prejuicios, todo lo que no está en el objeto. Y también se tiene delicadeza, de nacimiento. Usted tiene esa delicadeza.
– ¿Me ayudaría a ser más delicada?
El sonido del río fue lo único que las tres mujeres escucharon durante un buen tiempo. El sol se escondió. La señora Potts sacó un pañuelo que compartieron las dos amigas.
– Sí. Claro que sí.
Desde que tuvieron esa conversación en frente del Támesis hasta la muerte de Matilda Swanson tres décadas más tarde, ambas críticas se reunirían dos mil seiscientas veintisiete veces en la sala del número 17 del Seething Lane para hablar, instruirse y cultivarse en el teatro.
Muchos años después, en una columna magníficamente escrita y profundamente cultivada, Jane Coffins lograría convencer a la crítica inglesa de lo que ella sabía desde los once años. A Thorough and Reliant Bed Stain volvió a los teatros londinenses y se quedó en ellos hasta después de que la ciudad perdiera el nombre.