libertad financiera

por Juan Esteban Lozano

Qué tan real es el papel que guardo en mi bolsillo. Es función de todos hacer nuestro mejor esfuerzo por proteger esta conspiración.

Foto tomada por un niño de Villeta

Nacemos, hoja en blanco, en un momento único en la historia. “Nacer en la época equivocada” no es no coincidir en vida con tu banda de rock progresivo favorita. Nacer en el momento equivocado es nacer mientras pasa algo atroz. En mi caso, he sido muy afortunado, la cotidianidad que me acompaña se podría resumir en Paracaballerosoficial, que en mi ciudad natal hay más tiendas de estuches de celular que panaderías y ha llegado el momento de la vida, en el que mis padres y yo no vemos la hora en el que yo tenga libertad financiera. Este escrito es sobre eso, es la primera vez que me paro en el borde e intento saltar del nido. Una exploración hacia lo desconocido (la libertad financiera), con bitácora en mano. Ustedes sacarán sus propias conclusiones a partir de mis observaciones. Seré sus ojos y sus oídos de este presente y del futuro que nos aguarda a quienes simpatizan conmigo. Sin más preámbulos, aquí están mis notas. 

Sala de espera Bancolombia 

Existe un olor que desprende la tapicería de los muebles en las salas de espera. Es una tela de colores oscuros, tiene una textura carrasposa y acumula motas. Es un asiento bastante cómodo, y menos mal, pues una visita a una sucursal bancaria siempre es larga. Es un lugar prudente, a mi alrededor escucho un par de conversaciones en simultáneo, máquinas de contar billetes y de vez en cuando un sonido, como de una campana, significa que sigue el siguiente turno.  Frente a las hileras de asientos hay una pantalla, muestra el número de turno y consejos generales. En los módulos, un asesor en medio de cinco paredes, incluyendo la pantalla del monitor dispuesta cara a cara, atiende pacientes uno tras otro. La sucursal se parece más a la sala de espera de un hospital que la de un lugar en el que se llevaría a cabo un robo. Todos, mientras esperan, se entretienen en sus celulares. Supuestamente está prohibido utilizarlos, supongo, que por motivos de seguridad, pero como ya dije anteriormente, este lugar es tan aburrido que es hasta seguro: nadie es lo suficientemente interesante para robarse este banco. 

Existen lugares más aburridos y más burocráticos. Las oficinas de la DIAN, el Banco de la República o una notaría. Desde cada institución hasta cada ciudadano se construye y salvaguarda la idea de patria. Es cooperación y confianza. El dinero también, el valor en una divisa reside ahí mismo. Qué tan real es el papel que guardo en mi bolsillo. Es función de todos hacer nuestro mejor esfuerzo por proteger esta conspiración. Ya sea con camiones blindados y un escuadrón de sujetos armados, que pasan recogiendo fajos de billetes y abasteciendo cajeros. O el granito de arena de los economistas que se paran al lado de la impresora de billetes para que no la estén usando de más. Según este rótulo, repercute negativamente en la inflación y otras cosas. Yo no alego ni los cuestiono, que hablen entre ellos. Si algún político me delega como su asesor le diría que las economías más fuertes son también las más mañosas. No se trata de ser el mejor en matemáticas, a veces funciona. Puede que uno y uno de dos. O que uno y uno no siempre son dos. Pero es que el dinero es la ilusión más grande jamás creada. 

Oficinas ICETEX

En aras de renovar mi crédito estudiantil para el próximo semestre visité las oficinas del ICETEX, ubicadas en el centro de la ciudad, cerca de varias universidades. Allí me encontré a una amiga que buscaba ayuda por parte de los orientadores; la página web poco amigable la había defraudado. El edificio está bastante bien, del techo cuelgan lámparas de aros entrecruzados, información general es acompañada con imágenes de universitarios (con maleta, libros) sonriendo, #Queloprimeroseaestudiar y una voz robótica anuncia el siguiente número de turno. Los héroes de la patria, sólo este año, le han prestado plata a más de cuatrocientos mil personas que estudien en una universidad. «Impulsamos proyecciones de vida». ¿Cuál es el “sueño americano” colombiano? No lo sé, pero al menos esta organización me permite entrar en la paradoja de pagar por estudiar, para luego trabajar y cobrar por lo aprendido. Es incierto el panorama laboral, no alcanzo a dimensionar lo que la vida adulta implica. Mi mejor sospecha está inspirada en Barry Benson de Bee Movie: La Historia de una Abeja (2007). Parece simple, una versión mía adolescente y menos espabilada escogió una carrera entre un par de opciones. Si estudio psicología y me pagan por trabajar en algo donde aplico mis conocimientos podré saldar todas mis deudas. Vivir día a día, semana a semana, mes a mes. Dándome gusticos, escapaditas al centro comercial, aportando al sistema de pensiones, llenando cuadros de ingresos y egresos por el resto de mi vida. Suena bien, y sin contar la mejor parte, ¡Dos semanas de vacaciones al año! 

C.C. Parque la Colina

Hace miles de años, un ateniense vestía un quitón y paso a paso, con sus crépidas, se acercaba cada vez más al Àgora, en griego: lugar de Asamblea o reunión. Hoy, estoy haciendo prácticamente lo mismo al acercarme, cada vez más, al centro comercial Parque la Colina. La vestimenta predilecta de mi doppelganger son unos tenis, blue-jeans y chaqueta. Mientras camino me percato que los jardines y la estructura que me rodea se queda corta en la descripción en el sitio web de la constructora: 

«El diseño del edificio se articula alrededor de un gran atrio de cerca de tres mil metros cuadrados y triple altura, que tiene el principal acceso para peatones y sirve para conectar el edificio con un parque de uso público de trece mil metros cuadrados, que además de ser un espacio de recreación y descanso se ha convertido en un pulmón verde para la zona(…) La fachada del centro comercial es una invitación al futuro y para su elaboración se emplearon materiales de última generación que permitieron crear líneas curvas, esféricas y quebradas que interactúan con muros verdes-»

Una descripción bastante cursi e innecesaria. Al igual que las fotos que se toman mis compatriotas en el árbol de navidad de la entrada principal. El centro comercial estaba repleto. Había 18 personas sentadas en una banca comiendo helado. En los pasillos, junto al caudal de personas que recorrían el lugar vi letreros de descuentos decorados con colores llamativos, palabras clave: oferta, promoción, descuento, desde, rebaja, etc. Música house y canciones navideñas cliché. Todas las tiendas aplican el mismo abanico de trucos con el mismo objetivo. Vender.  

Es cínico que cada marca transmita su “identidad”, o, la asociación entre sus productos y las personas que los utilizan por medio de los mismos estereotipos. Independiente del producto, desde brasieres hasta relojes. Cada local cuenta con murales de mujeres esbeltas, sin un solo pelo. En la otra sección, hombres musculosos y adinerados. Eso es el “marketing”: darle valor a un producto aunque no lo tenga. En este centro comercial todo es importado. Los productos, la música, los estereotipos. Varias marcas, mismo dueño. Millones de objetos, la misma fábrica.  No podía creer que hasta el mismísimo Santa Claus estuviese ahí. Él, sin duda alguna, es el empleado del mes. Sonreía en las fotos y escuchaba las demandas de sus fieles. En diciembre todo es blanco, rojo y verde. En octubre naranja. Desde hace unos años, en junio, todo arcoíris. Acá no importa nada, solo importa lo que venda.  

Parte de esta escapadita de la rutina; repleta de risas, diversión y ¡miles de productos hechos para mí! Me ha abierto el apetito. Si las artimañas de las marcas están dirigidas ante mi vulnerabilidad hacia la información, los restaurantes de esta plaza tomarán ventaja del placer innato que genera en mí la grasa y el azúcar. No me parece que esté mal, hace parte de mi naturaleza. Frente a mí está sentada una familia ideal. Mamá, papá e hijo. Papá disfruta de un plato de pescado pastas, mamá y Santi, por su lado, dos corralazos con todo y malteada. A todos los comensales aquí presentes nos acompaña un ruido blanco con Michael Bublé de fondo. La plaza de comidas cambia de color a medida que cambia de pauta la pantalla LED de alta definición, elevada, que abarca más de 14 locales de comida. Para qué ir a Times Square teniendo la plaza de comidas del centro comercial Parque la Colina. Pese a que era impresionante, colores vivos, animaciones únicas, celebridades, todo en bucle, yo era el único que estaba viendo el espectáculo. Supongo que el propietario de la pantalla espera que se asimile la publicidad por una especie de ósmosis.

No existe diferencia entre la forma de un mall en Bogotá, Colombia y la de cualquier otro en cualquier otra parte del mundo. Es de los  mismos para los mismos. Tampoco hace falta ir a todos los centros comerciales para suponer que en las personas existe un afán de canjear horas de trabajo por una réplica, entre miles, de un  producto. Puede que nazca de su interior o puede que sea la cantidad disparatada de publicidad a la que estamos expuestos todo el tiempo. La plata es para gastarla, todos lo sabemos. Es algo que sucede en todas partes del mundo. Ya sea en un centro comercial pupi, o en San Victorino. 

Plaza de Mercado

En cambio, las plazas de mercado están tan bien organizadas que no han cambiado nada desde los orígenes de la civilización. El piso es de piso. El techo es de techo. Sostenido por diez columnas, demuestra que para fundar un pueblo solo se necesita construir la iglesia y la plaza de mercado. Aquí no hay pretensiones, acá no hay mentiras ni engaños. Hay atención al cliente, “a la orden sumerce” dice cada vendedor cada vez que pasa por enfrente algún puesto. Todo aquí sucede por tiempos de cosecha o temporadas. Está en manos de la tierra, sol, viento y agua. En este caso lo mejor es encomendarse a una fuerza superior, este es el fundamento de muchas religiones y de la estatua de la virgen, con Jesús en brazos, en la mitad de la plaza. Acá la comida es alimento. Traído de la región. Huele a lo mismo. A frutas y verduras, a carne, a tierra, a las flores y a la sazón de los restaurantes de comida típica alrededor de la plaza. Es ruidosa. En la que me encuentro chocan las canastas, llegan camiones a la zona de desembarque y suena vallenato a todo volumen. Es muy diferente a un supermercado común donde todos sus productos, envueltos en plástico, provienen principalmente de fábricas. 

Casino 

Desde que tengo memoria he pasado navidad y año nuevo en Sasaima, Cundinamarca. Es un pueblo pequeño de diez mil habitantes que destaca en la zona por tener dos osos perezosos en los árboles de la plaza principal. Para este relato sobre el dinero era indispensable ir a un casino, pero en Sasaima no hay casino. Cada vez que algo no se consigue en Sasaima se acude a Villeta, es mucho más grande y queda a solo veinte minutos. 

Cuando llegué a Villeta, en el bochorno de las tres de la tarde un jueves, empecé a caminar por sus calles, llenas de tiendas de ropa. En mi celular tenía las indicaciones hacia el único casino del pueblo, que según internet, estaba cerrado temporalmente por razones desconocidas. Camine por el parque principal, en la sombra de las acacias, pensando en que tan necesario era ir a apostar mi dinero en un casino para probar, de forma empírica, el efecto del dinero en mi mismo. Cuando llegué a mi destino, el casino era ahora un restaurante de hamburguesas. De esos que tienen bombillos colgantes y el menú está en tiza. Esto era a pocos metros del edificio del INPEC, en la carrera sexta en una esquina del parque principal. Ahí mismo le pregunté a un oficial que fumaba un cigarrillo -¿Dónde queda el casino? Por esa calle a media cuadra  –  respondió señalando la calle cuarta.

Ignoré por completo mi investigación y fracaso previo, estaba seguro de que tenía que haber un casino en Villeta. Hay muchos hoteles en Villeta para que no haya un casino. Un casino es una mina de oro. Es algo que conocen muy bien tanto el dueño que vive de que otros pierdan como el cliente que siempre está a una apuesta de hacerse multimillonario. Las apuestas son tan arcaicas como el dinero mismo. Si antes dije que un pueblo necesitaba iglesia y plaza de mercado para ser pueblo, también debería tener casino. El casino es un paso más. Es incluso bíblicamente necesario. Isaías 41:13 «Porque yo, Jehová, soy tu Dios, quien te sostiene la mano derecha y te dice: No temas, yo te ayudaré». Proverbio 16:33 «La suerte se echa en el regazo, más del señor viene toda la decisión» ¿Dónde más va a ayudarme el señor a convertirme en millonario de repente? ¿En qué otro lugar puedo probar mi suerte? ¿De qué sirve un confesionario si no he cometido pecados?

Finalmente llegué a “Tragamonedas El Dorado”. Sobre un edificio de cuatro pisos, dos entradas divididas por un panel de vidrio polarizado esconde varias docenas de máquinas tragamonedas y una ruleta de nueve asientos, con una pantalla, mostrando la grabación de una mujer y una voz en off con expresión deforme, dice: “hagan sus apuestas” o “tenemos un ganador”. El sitio estaba completamente a oscuras, sólo iluminado por las luces neón de las máquinas. 

Dado que era mi primera vez apostando en un casino le seguí la corriente al señor del frente. Primero, pasó por una ventanilla, similar a la de las estaciones de transmilenio donde se recarga la tarjeta, pero con vidrios unidireccionales, cuando llegó mi turno la mano de la persona tras el vidrio golpeó una pequeña compuerta por donde intuitivamente entregue un billete de veinte mil pesos. 

– ¿Cuánto? 

– Los veinte mil.

– Si, pero las máquinas solo aceptan billetes de dos mil o de cinco mil ¿Cuántos le doy de cada uno?

– De dos mil – respondí.

Con un fajo de diez billetes de dos mil pesos caminé entre las máquinas tragamonedas. La mayoría de máquinas estaban ocupadas, era un lugar pequeño donde treinta personas, hombres y mujeres entre 30 a 60, años apostaron su dinero en las máquinas. Algunos estaban sudados, en el casino después de trabajar. Dos seguían en jornada. Un vendedor, que dejó su canasta de uvas en el suelo mientras apostaba en la ruleta y un domiciliario sin identificar que aparco la moto de un restaurante chino fuera del casino. “Jungle Wall” “Jungle Wall 2” “Super Jungle Wall” “Life of Luxury” “Billionares” “Taganga ” se llamaban algunas de las máquinas tragamonedas que mis compatriotas golpeaban ofuscados, con un hijueputazo, cada vez que perdían. Tomaban un sorbo de tinto, cortesía de la casa, metían más billetes y oprimían botones. Por mi parte, tomé las cosas con serenidad, me senté en la máquina “Towers of the Temple”, aposté dos mil pesos y en un intento de entender cómo funcionaba oprimí un botón y me gané mil pesos. También acepté la hospitalidad del lugar y el “tinto” era una especie de café recalentado aguado con mucha panela. Después fui a la ruleta a perder todo mi dinero. No sabía como jugar, una trabajadora me explicó gentilmente. Gané y perdí varias veces hasta que por accidente mantuve oprimida la pantalla y todo mi dinero se fue a que la bola caerá en el número 30. De haber acertado hubiera ganado 360 veces lo apostado. 

Intenté empatizar lo que más pude con mis compatriotas. Intenté sorprenderme cada vez que perdía. Pero honestamente, desde que entré al casino ya había dado por perdido mi dinero. De pronto, debí apostar más la primera vez que gané. Debí apostar un millón de pesos e irme con quinientos mil más. Debí descubrir una estrategia infalible para hacerme millonario en este lugar, tal vez debería empezar por cómo utilizar las máquinas. En fin, al igual que cualquier otra persona que fue en busca de El Dorado, regresó con las manos vacías.