Editorial.

El elefante en el cuarto es un incendio en los cerros. No se explora mucho en la expresión “elefante en el cuarto” el hecho de que decir cualquier cosa en un cuarto ocupado por un elefante es decir algo sobre el elefante. Decir, por ejemplo, “hace mucho calor” sin intenciones de comentar acerca del elefante, se transforma en una acusación implícita al elefante por causar el calor o, incluso, en un chiste. El título de una pintura siempre cambia la pintura. Al comprometernos con decir algo cada mes y al saber que cualquier cosa que digamos en enero será sobre lo que todo el mundo tiene en la cabeza, lo queramos o no, hemos optado, sin afanes mediáticos ni intenciones moralistas, por referirnos intencionalmente al calor en Bogotá.

Siete días seguidos con temperaturas superiores a los veinte grados y sin una sola gota de lluvia en la ciudad más fría del país es el equivalente colectivo de encontrarse en la nevera el cadáver de un cuerpo que uno no reconoce. Ulises vuelve a Ítaca después de veinte años y su isla se le aparece irreconocible inicialmente; nosotros no hemos siquiera tenido que abandonar Bogotá para encontrarla distinta. Será el constante movimiento que presupone vivir en una ciudad (movimiento que es también consumo, contaminación y desapego) el que ha permitido que de un mes a otro la ciudad se haya volcado sobre sí misma. ¿Quién sabe? Quizá hayamos traído la tierra caliente empacada dentro de alguna de las maletas que llevamos a nuestras peregrinaciones de fin de año. El hecho es que si, como indican los grados centígrados, Bogotá se ha de convertir en la nueva Medellín, les pido que me ahorren ese sufrimiento y me maten mientras aún podamos tomar tinto al mediodía sin sudar.

Es normal que enero sea caliente. Es normal que haya fenómeno de El Niño. Es normal comenzar el año con el aire seco y luego ver a Bogotá inundarse porque todas las alcantarillas están llenas de basura acumulada durante la sequía. Los días de sol también son bogotanos. Pero no así. Todos lo hemos notado. No necesitamos de cifras ni de estudios, este calor no es nuestro. Desde el inicio de enero sentí ese calor raro cambiarme el aire y, de alguna manera, exigirme salir a la calle en shorts y sandalias. Si me han visto saben que cierta nostalgia o pudor me instó a rechazar el deseo de alivianar mi ropa y así salvarme de sudar en las chaquetas en las que antes me enfriaba. Que terrible es sudar. Es como cagar por estar parado.

No nos interesa ahora mismo ponernos a afirmar y comprobar la existencia de la crisis climática global. Cualquiera que niegue la realidad del cambio climático a estas alturas del partido no ha estado poniendo atención. Yo llevo pensando en esto desde los primeros años de mi adolescencia. A los 14 años decidí que nunca manejaré carro. No era una persona comprometida con la lucha, ni lo soy ahora: aún como carne, compro ropa nueva cada año y me demoro mucho tiempo bañándome. Pero decidí rehusarme al carro porque era más fácil de rechazar que los hábitos que tenía tan bien formados. También fue una decisión egoísta. Nunca creí que salvaría al mundo por no manejar un carro. Desde muy pequeño acepté que mis nietos se morirán de deshidratación. Mi objetivo era más bien aportar lo menos posible a la destrucción del planeta. Lo que he intentado lograr no es salvarme de la crisis, es salvarme de la culpa de haberla perpetrado.

Sé que las personas no cambian de repente, que esa es una interpretación tendenciosa que hacemos de nuestro pasado para dar la impresión de que hay, en el fondo de nosotros, un yo que controla nuestras vidas. Pero creo que algo ha comenzado a cambiar en mí desde que ví los cerros quemándose. No está bien para nosotros vivir de esta manera. No está bien para nosotros morir de esta manera.

Estoy pataleando. He decidido patalear. Seré más irritante. Al menos un rato. Luego me voy a cansar. Me voy a dejar hundir. Dejaré de joder. Luego los cerros se volverán a incendiar. Un amigo mío se va a morir de cáncer. Bogotá se llenará de migrantes . Es probable que yo me muera por causas naturales. En ese caso moriré con uno de dos grandes dolores: o bien saber que traje un hijo al mundo para que viva apenas un destello de la vida que yo viví, o bien arrepentirme de no haber vivido la vida de padre, que creo que es la única que me emociona vivir. Me deja muy intranquilo pensar si en ese momento, en el momento de mi muerte, me arrepentiré de haber pataleado mucho o de haber pataleado muy poco.

En esta edición está lo que decidimos escribir y hacer en vez de patalear. Pero antes de que la lean quiero pedirles, y pedirme a mi mismo, no ahorrarnos las patadas de ahogados. Capaz en dos meses nos cansemos y nada de lo que intentemos hacer será duradero. Pero, al menos ahora mismo, mientras hace este calor y se queman algunos lugares sustantivos del país, tenemos ganas de patalear. Queremos hacer algo porque no somos lo suficientemente estoicos para quemarnos en la hoguera sin gritar. 

 

El presente es insostenible y la mayoría de las formas de los anteriores siglos son inútiles. Las que son útiles simplemente no encajan. Ya no hay temor de Dios. Ya no hay reyes. Ya no hay mundo sin ciudades. Ese es un pasado que nunca volverá. No hay presidente que pueda bajarle o subirle un grado al mundo. Y creo que Dios ha dispuesto que salgamos de esta sin intervención divina. Aún así, no debemos olvidar que la existencia de tan sólo diez hombres justos hubiera garantizado la salvación de Sodoma.

Le Corbusier decía que volar sobre una ciudad le permitía saber todo lo que necesitaba saber sobre la gente que vivía en ella. Desde el avión se ve cómo un pueblo es rico o pobre y si tiene o no esperanza. ¿Qué se puede decir de una ciudad con el cielo lleno de humo? Las ciudades como Bogotá no pueden seguir existiendo. Ojalá que este mundo del siglo XXI, este mundo que mira al abismo, pueda ser salvado a punta de Juntas de Acción Comunal. Mientras averiguamos si tenemos posibilidades es una buena idea que conozca a su vecino. Pídale una taza de sal. Ofrézcale una taza de azúcar. Busque el campo en la ciudad, busque en los urbanos barrios el recuerdo de esa vida que vivimos entre pasto y vacas. Sacrifique. Por favor sacrifique. En el peor de los casos habrá sacrificado en vano. En el peor de los casos podrá regocijarse de ganarle a todos en abnegación.

Al fin y al cabo esto es una cuestión de dignidad. Es un asunto de negarse a perder 5-0. Es del orgullo y el amor que le inspire el hogar. Le están quemando el patio y usted se dejó meter los dedos en la boca. ¡Muerda!