Lo mucho que te quiero
por Lorenzo Lara
Padre nuestro que estás en el cielo
Nunca olvidaré la noche en la que los perros no durmieron, estaban ansiosos, rayaban las puertas de los cuartos de la casa queriendo entrar a saludar, o advertir.
Ese día de septiembre había llegado muy cansado a la casa, nunca me había sentido tan exhausto. Todo el día estuve celebrando ‘amor y amistad’, mejor dicho monetizando ‘amor y amistad’, como es usual en el último año del colegio.
Yo era el encargado de las serenatas, tocaba la guitarra con la banda improvisada que armamos dos semanas antes. Las serenatas costaban unos seis mil pesos. Tuvimos que tocar cerca de 180 serenatas en menos de ocho horas.
A colmo de todo, y como usualmente ocurrió en mi vida escolar, yo era el organizador tóxico que lideraba cada aspecto de la logística de los eventos que organizábamos, me tocó correr todo el día solucionando, criticando, gritando y llorando por cada rincón del colegio. Por lo menos el evento fue un éxito total, o eso me gusta pensar.
Esa tarde llegue y colapsé en mi cama, quedé profundo a los pocos minutos, no saludé a mi mamá y no esperé a que mi papá llegara para dormirme, pues llegaría tarde en la noche de un vuelo como usualmente hacía.
Me desperté a las tres de la mañana. Los perros, Dingo y Maia, no podían hacer silencio: chillaban, lloraban de angustia, querían tumbar las puertas de los cuartos.
– Qué mamera – pensé. Llevaban casi dos noches haciendo lo mismo. Se me ocurrió en el momento que las caricias de mi papá los habían vuelto completamente dependientes de él.
No pude hacer mucho más que taparme con una almohada y volver a dormir. Si hubiera sabido que despertaría atrapado en una pesadilla no me hubiera dormido.
A las seis de la mañana mi mamá me despertó de golpe, abriendo la puerta de la forma más violenta posible. Yo había pensado que seguramente me iba a regañar. El consumo frecuente de marihuana a lo largo de mi último año de colegio me había vuelto una tanqueta para dormir, y usualmente me levantaba tarde con sus regaños a coger el colectivo hacia La Calera. Sin embargo algo raro ocurrió ese día, mi mamá solo abrió violentamente la puerta y se quedó en silencio.
Entre el susto y el silencio revise rápidamente el reloj, eran las seis y dos minutos, era muy temprano, no había perdido el bus del colegio.
– Piyo… algo le está pasando a tu papá – dijo con voz tambaleante, casi llorando.
– ¿Que paso? – respondí con voz de dormido y tranquilo.
– No se pero es grave.
No me acuerdo todo lo que me dijo mi madre en ese momento, pero sí recuerdo que salté de la cama y empecé a pensar, simplemente a pensar qué hacer. Concluí que lo mejor que podía hacer era bañarme rápidamente, pues pronto me tocaría ir a un hospital o una morgue.
A las cuatro y media mi papá se levantó para trabajar, no había podido dormir bien por las molestias de los perros, que sólo le advertían lo que iba a pasar. Se bañó y desayunó rápidamente, como usualmente lo hacía, pues a él nunca le ha gustado dejar esperando a los señores del transporte del aeropuerto mucho tiempo.
Llegó al aeropuerto a las cinco y quince, y, bajando del transporte, se percató del primer síntoma de que algo, o todo, estaba mal: la pierna le dolía y no podía caminar correctamente. Estaba sufriendo de una cojera ligera pero notable. Sin embargo una cojera no es suficiente para cancelar el vuelo, menos cuando uno es el piloto.
A las seis de la mañana se dio cuenta de que algo le estaba pasando, estaba a diez minutos de abordar el avión y tomaba café en el Juan Valdez del aeropuerto. No podía hablar de forma correcta y el agotamiento, ese que pensó era por haber dormido mal, se volvía cada minuto más intenso.
Inmediatamente llamó a mi mamá, que tenía el celular apagado, como usualmente lo tenía mientras dormía, pues así evitaba que la ‘radiación’ dañara su cerebro. Después me llamó a mi pero no contesté. Finalmente llamó al número fijo de la casa, mi mamá se despertó y contestó aterrada, parecía como si mi padre estuviera borracho. Algo estába mal, solo le decia a mi mamá: “me siento mal, me siento tonto”. Y cómo no iba a sentirse así, cada minuto que pasaba más neuronas en su cerebro se morían a causa del derrame cerebral que estaba sufriendo.
Mi mamá le rogó a mi papá que buscara rápidamente ayuda, que le pidiera auxilio a la persona del café. La respuesta de mi papá ante el reclamo de mi madre fue lo más ‘Vélez’ que pudo haber dicho.
– Cuando termine de hacer el café para los clientes de la fila, me da pena interrumpirla.
Después de colgar mi mamá me despertó.
En la ducha pensé en muchas cosas, pero saltaba entre dos pensamientos principales, el optimista: mi papá se va a recuperar, los derrames son mortales con el tiempo, y hay tiempo a favor de él. Y el pesimista: Mi papá se va a morir y tengo que estar preparado para que eso pase.
Pensaba mucho en mi tía, en mis primas, en cómo llegué a pensar lo trágico que debió haber sido perder a su mamá a sus veintiséis años. Es curioso cómo uno piensa eso y a los dos años simplemente amanece y el papá de uno está sufriendo un derrame cerebral.
Quería llamar a mi papá, decirle que lo quería, que lo amaba, cosa que nunca le había dicho antes, pero no podía, tenía miedo de preocuparlo mas, de que lo angustiara por el hecho de que no pudiera vocalizar correctamente.
Escribiendo con lágrimas este capítulo me doy cuenta que de pronto lo hubiera tranquilizado, pero no doy fe en los cambios imaginarios que uno hace en el pasado.
Eran las seis y cuarenta cuando salí de la ducha, inmediatamente ví a mi mamá en el cuarto angustiada, haciendo llamadas, interminables llamadas con el jefe de mi papá. Le reclamaba, no escuchaba bien el porqué pero sólo reclamaba. Cuando colgó me dijo que a mi papá no lo dejaban salir del aeropuerto por protocolo, pues el equipo médico lo había llevado al centro de salud, pero tenían que esperar a que el médico de la central estuviera de turno para evaluarlo y llevarlo al hospital. El único problema es que el médico llegaría cerca de las nueve de la mañana y se encontraría a mi papá ya muerto.
Mi mamá no podía de la angustia, se jalaba el pelo y gritaba en silencio, ¿cómo era posible que un protocolo así no contemplara las posibles excepciones a una ocurrencia de tal magnitud? Hasta el día de hoy algo me dice que los médicos pensaron que mi papá estaba borracho.
A las siete y diez cogí mi celular y entré a la app del aeropuerto (muy buena app para viajeros frecuentes), busqué los contactos y encontré el número del centro médico. Llamé a preguntar por mi papá, me contestó una voz tranquila y costeña.
– Centro médico del Aeropuerto el Dorado, ¿Como puedo ayudar?
Yo no me acuerdo de lo que dije, en momentos de estrés hablo mucho, pero en momentos de estrés con adrenalina me paralizo y empiezo a hablar como James Rodriguez. El señor me calmó hasta que me explicó que por razones legales tenían que esperar al médico de turno. Decidí dar una media mentira y decirle que dos miembros de la familia se habían muerto por derrames cerebrales, era una media mentira porque los dos muertos eran el papá y el hermano de mi mamá. El paramédico me dijo que entendía la angustia y que estaban haciendo lo mejor para hacer una excepción y llevarlo pronto a la clínica.
Cuando le conté a mi mamá que había hablado con el paramédico por el teléfono ella se calmó un poco, y prosiguió a hacer llamadas. Media hora después me dijo que nos alistaramos para irnos a la clínica, solo ella y yo, pues mi hermano seguía dormido.
Hacia las ocho de la mañana nos subimos al taxi, mi mamá había hablado con el auxiliar de vuelo asignado esa mañana para el viaje a Cartagena. Íbamos camino a la Clínica Colombia, cercana al aeropuerto, apenas nos montamos Jhonny, el auxiliar, le escribió a mi mamá que estaban subiendo a mi papá a una ambulancia, y que este había empeorado drásticamente en la última media hora.
Sin embargo, el pésimo sentido de humor de mi papá no se había quemado con las neuronas. Mala hierba nunca muere. Me acuerdo que mi mamá me mostró un mensaje de mi papá: “Me montaron en ambulancia wiu wiu wiuuuuu”.
En el camino me acordé de un pequeño detalle por el que me sentí muy mal, algo que solía hacer con desconocidos cuando me preguntaban qué hacían mis papás, era algo así:
– ¿Qué hacen tus papás? – X.
– Mi mamá trabaja en la embajada y mi papá está en el cielo – Contestaba yo.
– Lo siento mucho, ¿Hace cuanto se murió?- X.
– No se ha muerto, simplemente es piloto – Después me reía, pero la persona desconocida o conocida usualmente se quedaba en silencio o se incomodaba, era chistoso para mi. Pero parecía que en ese momento, en el taxi, la frase iba a ser mi nueva realidad.
Faltando unos quince minutos para que llegaramos a la clínica Jhonny llamo a mi mamá.
– Señora Erika, lo que pasa es que los paramédicos acá me comentan que quieren trasladar a su esposo a la Clínica Santafé, ellos dicen que sería lo mejor considerando…
Lo único que recuerdo es la cara del taxista cuando mi mamá comenzó a gritarle al pobre Jhonny por el teléfono. Le decía de todo, y como no decirlo, cuando el amor de la vida de uno, esa persona con la que lleva más de treinta años, se está muriendo y parece que la vida y el destino quieren que esa persona se muera. No era posible que mi papá sobreviviera el trancón bogotano hacia una clínica que estaba a una hora del aeropuerto.
Yo no sé mi mamá que le dijo, pero algo tuvo que haberles causado miedo o tristeza a los paramédicos, porque a los diez minutos la ambulancia llegó a la Clínica Colombia.
Nunca olvidaré la escena, se abrieron las puertas en cámara lenta, se bajaron los paramédicos y después Jhonny. Ahí estaba, con la piel roja como quemadura, los ojos hinchados como un mapache, con lágrimas escurriendo de sus mejillas gordas y asimétricas, mi papá, viéndonos desde la altura con una sonrisa y alegría inexplicable, diciéndonos con su mirada “sigo aquí, y no me voy a ninguna parte”.
Todo se volvió rápido de nuevo, lo bajaron y lo abrazamos al instante, hablamos cinco segundos y entramos a la clínica. Yo iba atras hablando con Jhonny, mi mamá estaba llevando la camilla con el paramédico, ellos entraron rápidamente, yo no estaba a menos de dos metros, cuando de la nada pasó lo más colombiano que podía pasar. El síndrome del portero.
– Joven me perdonara pero es que por los protocolos que manejan en el hospital, a causa del COVID solo una persona puede ingresar acompañando al paciente, me hace el favor me colabora con la salida, muy amable – dijo en tono de villano el portero de urgencias de la clínica. Desde ese día siento que los protocolos deben ser abolidos en este país de mierda. En este país uno no puede ni ver morir a su papá. Eran las ocho y cuarenta.
Yo solo mire al portero a los ojos por diez segundos, sin decirle nada, respiraba fuerte, me agitaba el corazón. Empecé a llorar tranquilamente sin perder contacto y le dije con voz imperativa:
– Llámeme a su supervisor
Nuevamente no me acuerdo que le dije a la supervisora, pero supongo que algo por las líneas de que deberían sentir la falta de humanidad que presupone dejar por fuera un menor de edad sin protección de un adulto.
Entré a la sala de espera, pensaba en mi hermano, en mis amigos y en mi familia. Me escribieron del colegio preguntándome si no me iba a unir a la reunión del comité escolar al que pertenecía. Me uní dos minutos tarde a la llamada. Nunca olvidaré la seriedad y serenidad con la que me uní, nadie sospechaba nada hasta que otra ambulancia se escuchó en la lejanía mientras hablaba.
– Me voy a desconectar, estoy en el hospital por una situación familiar que me toca atender
Pedí disculpas y me salí de la reunión. Nadie preguntó nada.
A las nueve de la mañana pude ir a visitar a mi papá, él estaba estable pero asustado. Me dio todas las claves del banco y una pequeña hoja de instrucciones por si se moría. Pero cuando le contaba chistes y se reía algo dentro de mí se dio cuenta de que iba a mejorar. Y así fue.
Probablemente no es lógico escribir esta historia, mi papá aún sigue vivo. Pero eso sería una verdad parcial, ese día, en esa ambulancia o en el aeropuerto o en la ducha o quién sabe dónde, una parte de mi papá murió, una parte de su esencia, de su personalidad se fue. Algo me dice que se murió cuando se estaba bajando de la ambulancia, pues esa sonrisa que tenía, no la volví a ver.
Físicamente mi papá está intacto, en tan sólo un año de recuperación ha logrado lo que pocos rehabilitados de un derrame pueden hacer en cinco, en parte gracias al equipo de médicos del programa millonario de recuperación que tuvo. Su mente sin embargo está dañada, pues algo se perdió ese día y nunca volverá. Hace unos meses fue diagnosticado con estrés postraumático y depresión no bipolar, razón por la cual tiene que ir a terapia y ser medicado. Pero parece ser que nada funciona, y que con el tiempo está volviendo a ese estado de fragilidad que tenía antes de su derrame.
A lo mejor lo que mi papá perdió fue la esperanza, pues su vida era estar en el cielo, en las nubes. Cuando uno sólo tiene un plan en la vida y el plan funciona demasiado bien, la vida se vuelve un arma de doble filo, porque en el momento en el que se pierde todo por una razón injusta, se pierde la vida.
Ahora a mi papá le toca estar en la tierra con su nuevo trabajo, lo observo todos los días meterse en la cama y ver documentales de aviación o videos de vuelos comerciales grabados por pilotos. Cuando no está viendo videos está con sus binoculares, pegado a las ventanas de la casa, con el radio especial en la frecuencia del aeropuerto. El me dice que lo prende cuando un piloto amigo o conocido va a despegar, pero juzgando por el tiempo que pasa haciéndolo yo pensaría que sólo mira aviones y escucha voces de desconocidos. Es irónico, ese radio me lo regaló para escuchar su voz cuando despegaba.
Los médicos creen que el derrame se debe a la intensidad laboral que mi papá sufría con su profesión, específicamente debido al trastorno de sueño que los pilotos comerciales de avión desarrollan a causa de las irregulares horas de sueño y horarios laborales a los que se tienen que someter.
Mi papá todavía se siente culpable por lo que pasó, según él pudo haber matado a muchas personas si el derrame hubiera ocurrido media hora más tarde, cosa que es falsa, pues los copilotos y pilotos son entrenados para ese tipo de situaciones, y no hay ningún accidente registrado que fuera a causa de aquello.
En los primeros días de su recuperación mi padre me pidió que buscara en Twitter si alguien lo había grabado saliendo en camilla del aeropuerto. Yo le dije que nadie lo había grabado. Pero buscando ese dia en Twitter me encontré con la opinión de un señor que publicó algo así:
“El vuelo AV027 fue atrasado dos horas… malparidos hampones los de Avianca, uno paga por un servicio que no se cumple, hay clima perfecto y no nos quieren decir las razones del retraso, son unos incumplidos de mierda, son las ocho y cuarenta y no ofrecen ni un café”.
Siendo actualmente casi las cuatro de la mañana, un año y dos meses después del derrame de mi papá, le pido al estimado lector que la próxima vez que un vuelo se retrase o se cancele, procure pensar que de pronto el hijo del piloto está llorando en el hospital porque algo sucedió.