Cuento
comunicado a la opinión pública
por Alejandro Alfonso
El presente cuento no está acabado. Mañana estará acabado. Sugiero esperar a que este apartado cambie para leerlo.
Escribo sin aspiraciones literarias, todo eso lo he dejado atrás. Lo que he esbozado no me ha generado placer alguno. No creo que al momento de refinarlo la sensación sea diferente. Ese, el placer de escribir, es un privilegio reservado para los grandes sabios, que han tenido la prudencia de mantener diminutos sus descubrimientos. Aún así he escrito lo que he escrito y deseo publicarlo; sería extremadamente cruel de mi parte no compartir mis místicas anotaciones antes de ser expulsado de este mundo. Intentaré mantener el presente documento breve y pulcro. Doy permiso a todos los medios, gobiernos y organizaciones del mundo de compartir la noticia de que yo, Rodrigo Zamora, he encontrado la prueba definitiva de la existencia de Dios.
Me llamo Rodrigo José Zamora Páez y tengo 53 años. Trabajo como gerente comercial de una importadora de soya. Estoy casado con Alana Rivas, una mujer de 53 años. Tengo dos hijos: Luis, de 14, y Sara, de 10. Todos vivimos en la 72 con octava. Mi película favorita es Kill Bill. Mi libro favorito es El Hobbit. Nunca he sido feliz. Comparto con mi esposa una cama de tamaño Alaskan King. Tiene un marco barroco hecho en roble y el colchón es más duro que suave. Duermo bien. Como mejor. Tengo muchos sueños.
Mi niñez y temprana juventud la viví en un hogar tan liberal que si no éramos ateos no lo éramos por pura nomenclatura. Estaba bautizado y había hecho mi primera comunión, pero no podía terminar los Padrenuestros ni las oraciones a Maria. Ni mi padre ni mi madre iban a misa. En la casa no había Biblia. El colegio al que asistía era laico. Sólo ponía mis pies dentro de la iglesia para asistir a funerales, y a veces me persignaba con la mano izquierda, comenzando desde el pecho. Sabía que la cruz era cruz, pero ignoraba que tenía orden. Siempre encontré en la vida más supositorios que escapularios. La última vez que me confesé, sin contar obviamente la confesión que realicé justo antes de comenzar a escribir este documento, fue a los trece años. Fue un sacramento superfluo; no tenía nada que confesar. Eso cambió rápidamente. La semana después de mi penúltima confesión conocí el semen.
La primera vez vino a bocajarro y no la reconocí, las dimensiones no ayudaban y no la había visto nunca. En ese momento la confundí con un mar, pues era de un azul que se salía de sí mismo para recogerse. Después de estar ahí, en medio del torbellino, mientras me arrastraba alrededor de las rocas pero sin entregarme a ellas, me dí cuenta de que era un ojo, y al comienzo pensé que era el mío. Era un ojo cuya pupila, que zumbaba, me jalaba, me absorbía, poco a poco. Luché contra la corriente en vano y amanecí con eyaculación en mis sábanas.
Rara vez tuve una negra noche, al menos una de completa oscuridad, después de tener ese primer sueño. Algunos sueños eran cosas de una sola vez. Otros se repetían. Pero siempre había sueños. En la mayoría me encontraba con ella. Los primeros que hubo, los que ensuciaban las sábanas, fueron comunes entre los 13 y los 17. Eran juveniles. A veces me tocaba el sueño del torbellino. Otras veces se trataba de una esfera plateada en la que ella de repente aparecía, en sus tres dimensiones, con un vestido blanco de puntos rojos, y se ponía a bailar. Ese sueño era como estar dentro de un rifle. La perspectiva se parecía a uno de esos lentes de ojo de pescado, como ver uno de los planetas de El Principito. Otro sueño de la época era más como un preámbulo, como un zaguán. Abría los ojos en mi casa de los sueños, que era una casa colonial (yo dormía en el segundo piso), y bajaba porque escuchaba un ruido. Veía junto a la nevera a la mujer de mis sueños, que en ese momento era una niña. En ese momento no lo sabía, pero crecería con mi edad. Ahí era donde nos encontrábamos, en los años, si yo tenía 13, ella tenía 13 y cuando tuve 30, ella tuvo 30. Podríamos decir que ahora tiene 53. Así es que hace para nunca ser jóven ni vieja. El caso es que la veía, niña, al lado de la nevera, y había robado algo, entonces la perseguía hasta la puerta, ella salía, afuera había un bosque enorme y ella se adentraba. Yo la seguía. La perseguía durante un tiempo y luego me encontraba algo, lo que fuera, dependía de la semana, del día, del mes. Ese sustituto que encontraba disparaba entonces otro sueño, el verdadero sueño, el sueño que no era el prólogo repetido tan contagiado de forma, el sueño que era contenido. Siempre despertaba sin encontrarla. Esos y otros sueños fueron los más comunes hasta los 17. Después de los 17 la mujer de mis sueños, que antes había sido sólo miradas y movimientos, comenzó a hablar.
La primera vez que habló fue sobre la muerte. Y habló sólo porque yo decidí preguntarle algo. Estaba sentada en un rodadero rojo en la mitad de un parque, de esos que hay dentro de los conjuntos residenciales. El parque no era muy grande, estaba dentro de un conjunto residencial sin casas. El horizonte era enorme y era exclusivamente de parques y calles de conjunto, de esas construidas con ladrillo blanco. No recuerdo si había otras personas, pero se escuchaba el ruido de niños riendo. Había carros estáticos. La mujer de mis sueños me estaba mirando, como si esperara que yo hiciera algo de repente. ¿Qué es esa maña de las mujeres de mirarlo a uno esperando que haga algo, sin pedirle nada? ¿Sin querer nada? Esa exigencia como primitiva de verme dar un bote o yo qué sé. Que lo miran a uno como si uno les debiera algo, pero uno no les debe nada y uno lo sabe, pero al final termina dando botes, y haciendo preguntas y destellando pensamientos lúcidos, conquistando ciudades estado, compitiendo en carros de carreras, termina uno haciendo todo eso qué hizo uno porque lo miraron confundido. Supongo que por eso decidí hablarle.
– No me quiero morir –
Darle cuerda, narrar varios sueños, ya la ha visto varias veces (nunca la ha visto de 16). La ha visto de 13. De 25. En adelante.
Siempre he mantenido una vida más solitaria que la del hombre promedio. Tuve un invariable desinterés por los niños y los hombres desde que deduje, tan obvia y poco asombrosamente (como toda deducción), que la mujer de mis sueños no podía tener pene. A las mujeres las entretuve un poco más. Por muchos años mantuve la esperanza de que la apariencia de la mujer de mis sueños fuera metafórica, y entonces me permitía cierta cercanía con las mujeres, esperando encontrar en ellas una vieja conocida, cifrada, que se ve distinto pero es la misma. Nunca pasé de las primeras tres citas, que siempre bastaban para que me diera cuenta de que ninguna de estas mujeres está disfrazada.
Alana parecía una caricatura. Es decir, si le describiera a la mujer de mis sueños a uno de esos dibujantes de criminales que esbozan retratos todo el día en las oficinas policiales, si le dijera de sus talcos dientes, de sus iris azul, de su nariz puntiaguda y sus ojos de venado, si le enumerara todos esos rasgos que no significan nada y luego le pidiera otro retrato con la descripción de Alana, sería de lo más normal que yo recibiera dos retratos idénticos, con variaciones realizadas por pura cordialidad, por puras ganas del dibujante de no decirme loco y no interrumpir mi juego de pedirle dos retratos distintos de mujeres idénticas. Probablemente les haría el grosor del cuello distinto, y las orejas también las cambiaría, es probable que le hiciera algo a los labios, si, le haría algo a los labios. Se tomaría libertades en los rasgos que más ambiguos haya yo dejado. Pero serían muy parecidas, incluso sería posible que la mujer del retrato hecho con la descripción de Alana fuera más bella que la del retrato hecho con la descripción de la mujer de mis sueños.
Se parecen, pero no podrían ser más diferentes. Alana no es la mujer de mis sueños. En ningún momento llegué a considerarlo, en la época en la que la conocí ya había abandonado toda esperanza de conocer a la mujer de mis sueños en vida. Desde que la conocí fue un engaño, un engaño para mi. Acepté que probablemente era lo más cerca que llegaría la vigilia de mi sueño. Y, aunque seguía considerando incompleta la existencia, Alana era un sedante efectivo.
Nunca fue desesperante y así como nunca me hizo sentir bien, nunca me hizo sentir mal. A veces, apenas me despertaba, juraba ver a la mujer de mis sueños en Alana dormida. El hechizo no duraba mucho, pero me era suficiente para sobrellevar una semana.
Me prometió la vida eterna.
Después de un sueño erección, monta a su mujer.
Su hija nace. Llega a los 10. Hace el gesto clásico de la mujer de sus sueños. Y en el sueño él le pregunta el nombre. Ella le dice.
Penélope cumplió diez años hace una semana. Le hicimos una fiesta de princesas. Cuando servimos el pastel ella se sentó aburrida y se agarró la cara poniendo todos sus dedos menos el índice y el pulgar encima del costado derecho de su nariz. El índice lo puso de manera que llegara al extremo derecho de su ceja derecha. El pulgar lo puso en contra de su garganta.
Esa noche me fui a dormir preocupado y no soñé nada. Seguí sin sueños durante tres días. Al cuarto día sabía que por la noche iba a soñar. Se notaba en el aire de la casa.
Esta vez apareció fumando en las afueras de una iglesia que una vez visité cerca a Ollantaytambo. El paisaje es soleado y la iglesia tiene una enorme montaña detrás. La plaza está ladeada. Tiene una estatua del que supongo es Pachacutec. El ladrillo es anaranjado. No es una iglesia grande, es de un pueblito que vive de venderle almuerzos a extranjeros que visitan el valle sagrado de los Incas.
No esperé a que dijera nada. No dejé que se parara y mucho menos que se sacara el cigarrillo de la boca.
- ¿Cómo te llamas?
Ella me miró melancólica, bajó el cigarrillo a la altura de la rodilla y me dijo que se llamaba Penélope Zamora.
Me desperté gimoteando. También temblaba. Bajé la escalera. Estaba ahí, en su puesto, ya desayunaba. Tenía su pijama, los botones desabotonados. Era claro. Estaba ahí en sus ojos. Me quedé en la escalera como un loco y ni siquiera me dejaron pronunciar una palabra.
– Papi, ayer saliste en mi sueño.
– ¿Si? Y qué pasó?- pregunta la esposa.
– Tú y yo nos casábamos.
No he comido ni bebido en dos días. Ayer no tuve sueños. Creo que pasaré lo que queda de mi vida mirando a la pared.
Dios existe. Mi desgracia no es posible sin intervención divina. No creo en los milagros, tampoco me he enloquecido. ¿Quién en su sano juicio cree que el Señor se despierta de vez en cuando para evitar uno u otro azaroso destino porque si? No. No. Tonterías. Creo en algo más plausible. Dios creó el mundo para que me enamorara de mi hija. Pero no se desesperen. Aún no estoy derrotado. Se me ha bajado la tensión y he pensado en suicidarme, o en simplemente dejar de vivir, pero creo que he descubierto una mejor opción. I’ll call his bluff. Veremos si se ríe esta vez.
Dios existe. Mi desgracia no es posible sin intervención divina. No creo en los milagros, tampoco me he enloquecido. ¿Quién en su sano juicio cree que el Señor se despierta de vez en cuando para evitar uno u otro azaroso destino porque si? No. No. Tonterías. Creo en algo más plausible. Dios creó el mundo para que me enamorara de mi hija. Ahora comprendo, a cabalidad, las completas dimensiones del problema. No es sobre aceptar fatalmente lo que se nos ha designado a todos. Es sobre aceptarlo sabiendo que en el piso de abajo existe la oportunidad de vivir eternamente.