Sobre la culpa, las bombas nucleares y la pasta

por Candelaria Samper

Spaghetti, macarrones, penne, tornillos, fideos, lasagna, raviolis, tortellini: hay tantos tipos de pasta como paladares.

Bomba

—No me arrepiento— dijo Paul Tibetts en una entrevista conducida por Andrés Jimenez en la que le preguntaron sobre su responsabilidad en la muerte de más de 80.000 personas. Tibetts fue el comandante elegido para soltar la bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Obediente, patriótico, ateo, pragmático y no hacía muchas preguntas: era el candidato perfecto para llevar a cabo la destrucción total de una ciudad. El comandante -dice que- simplemente estaba siguiendo órdenes; en épocas de guerra era eso o que te fusilaran (o que ganaran los japoneses, que resultaba peor). Pero ni siquiera las palabras de Miyoco Matsubara, una de las sobrevivientes de la bomba, despertaron en él algo de compasión o culpa:

 

El mundo se tornó blanco. El olor era de azufre.

Yo veía cómo las casas levitaban y luego caían al suelo como fichas de dominó.

Todo el mundo gritaba pero yo lo sentía muy lejano, algo retumbaba en mi cabeza.

(…) Todos gritaban que había muchos muertos, yo no sabía si yo estaba muriendo.

 

La bomba nuclear es un arma de destrucción masiva que funciona por medio de la división del núcleo de un átomo. Esta acción tan diminuta puede liberar la energía suficiente para borrar una ciudad del mapa, asesinar a miles de personas, arrasar con los templos, quemarle las manos a los niños y tinturar el agua de radiación. La bomba cae en segundos y en su punto de impacto alcanza los 4000 grados de temperatura, suelta una onda expansiva letal, libera altas dosis de radiación y se expande radialmente llegando hasta 2450 km de alcance; quemando sin piedad lo que se le atraviese. Finalmente, se forma un hongo de fuego en el cielo: lo más cercano que conocemos al apocalipsis; y a pesar de todo, Paul Tibbets no mostró una pizca de remordimiento.

 

La pasta, por su lado, es un alimento de deleite masivo que se hace a partir del trigo y el agua. Es tan simple que se comía desde el siglo XII en Italia y desde entonces no ha fallado en darle al mundo el regalo del gusto. Spaghetti, macarrones, penne, tornillos, fideos, lasagna, raviolis, tortellini: hay tantos tipos de pasta como paladares. Un plato de espaguetis tiene aproximadamente 150 calorías, que “traducido” a temperatura equivale a 0,4 grados celsius, es decir, menos del 0.01% del calor liberado por la bomba de Hiroshima. Sin embargo, tiene la capacidad de llenar las papilas gustativas de la mujer hasta que su médula espinal reviente de serotonina: es lo más cercano que conocemos al paraíso; y a pesar de todo, María no podía dejar de sentirse culpable por la última carbonara que comió.

 

No era la primera vez que la culpa la visitaba y María se sumergía en un espiral de remordimiento. A sus 17 años, después de ver su cuerpo en una foto, decidió que había llegado el momento: tenía que hacer lo posible para adelgazar, incluso si eso implicaba dejar de comer. No era digna de la comida. Pero, ¿Acaso de qué es digna una mujer que ha dejado que la pasta se le acumule en la cadera?. Empezó por dejar las harinas, comer un plato al día y tomar mucha agua. “Súper disciplinada la niña que anda haciendo dieta”, decían sus papás sin darse cuenta de que, en realidad, estaban presenciando el lento harakiri de su hija.

 

La culpa me parece -entre otras cosas- enigmática, ¿Qué se pasó por la cabeza y el corazón de María al ver su cuerpo en aquella foto? ¿Qué se interpuso entre Tibbetts y el remordimiento? ¿Qué diferencia hay entre una pasta de 150 calorías y una bomba de 5 toneladas? ¿Dónde está la culpa? ¿Cómo se mueve? ¿Cómo se siente? ¿Cómo se ve? Con estas preguntas en la mente, me fui a buscar historias: el comandante que soltó la bomba de Hiroshima,  una mujer que tuvo un TCA, un sacerdote, un amigo y yo.

 

i. Todo está en el cuerpo

 

Juan José se siente culpable por sus últimas relaciones con mujeres. Con una, siente que fue injusto porque la ilusionó (y otras cosas que no entendí). Con la otra, cree que dejó que pasaran por encima de él y eso lo hace sentir culpable; siente remordimiento de haberse dejado tratar mal.

— ¿Cómo sientes la culpa?

— Culpa es ganas de vomitar y dificultad para respirar.

En mi caso, la culpa se siente como un morral en la espalda con muchos libros, ¿Se acuerdan cuando fue covid y nos mandaron a la casa con las maletas llenas de cuadernos? Bueno, así. Pero yo no me siento culpable por algo en concreto. Me da remordimiento pensar en las veces que no disfruté de Bogotá cuando hacía frío, comer mucho, pensar mucho y sentir mucho; busco desesperadamente la moderación. Quizás la culpabilidad es como un no-ahora, una reflexión eterna de lo que hicimos mal en el pasado y lo que pudo haber sido en el futuro.

 

Por otro lado, comparto con Juan José que la culpa da náuseas, y creo que María también estaría de acuerdo. Ella dice que en la base de su mala relación con la comida y su imagen siempre estuvo la culpa: por comer, por no comer, por comer mucho, por comer poco, por vomitar y por no vomitar. Pero dice que eso se sintió siempre como un rebote en la barriga, o como algo en el cuello que no te deja pasar y te agota. La culpa está en la garganta, en la barriga y sobre los hombros.

 

El trastorno alimenticio de María se manifestó en su cuerpo, pero, ¿Acaso no es allí dónde sucede todo? La falta de nutrientes le hizo perder defensas y adelgazar rápidamente, haciéndola sentir cansada, débil y con frío. Luego, su ansiedad se potenció y empezó a recurrir al vómito como una forma, ya no de devolver lo que había comido, sino de liberarse de la culpa. Y yo creo que el cuerpo fue creado para comer, bailar, sentir, correr, comer; pero cuando las fuerzas no nos dan para vivir en carne y hueso, nos quedamos encerradas en la cabeza. En palabras de María: “la mente se desconecta del cuerpo”, y entonces, hasta nuestra piel nos parece ajena, desconocida, imposible de entender y habitar.

 

ii. La culpa es circular y autodestructiva: como una enfermedad autoinmune

La culpa, al igual que un TCA, tiene que ver con aquello que queremos ser y no somos. En esencia, es la valoración de una acción en relación con una imagen de nosotras mismas, por ejemplo: comer = malo, hacer ejercicio=bueno. Así pues, cada vez que nos acercamos al “yo ideal” es como darle un lenguetazo a la perfección. Y eso resulta destructivamente adictivo, como el azúcar o la cafeína.

 

María, buscaba sobre todas las cosas la perfección, o sea ser flaca; y no la juzgo porque yo perfectamente cambiaría mi cerebro por un par de tetas gigantes. El punto es que mi amiga empezó a encontrar su “yo ideal” en el hambre y en el ejercicio. Entonces, tener el estómago vacío resultaba placentero para ella, como una prueba de que podía ser perfecta: finalmente una skinny legend. El hambre se volvió una adicción, pero las ganas de comer no desaparecían. De repente, María se rendía ante su pecado y se atiborraba de comida, hasta que la culpa la hacía vomitar. El círculo era interminable: comía y sentía culpa, no comía y sentía culpa, vomitaba y sentía culpa. El remordimiento es como una enfermedad autoinmune.

 

iii. El deseo de liberarse: la confesión y el vómito

¿Por qué se confiesa le gente, padre? Le pregunté al párroco.

La respuesta fue larga y teológica:

La confesión es esa celebración ritual en la que tú, que reconoces que hay situaciones de tu vida complejas, vas a morir y vas a resucitar. Entonces el sentido es celebrar un rito que, a través de gestos y palabras, te va a hacer una nueva persona. En la confesión hay tres ingredientes. Primero, celebramos que buscamos esa nueva vida; y mira que la fuerza de la confesión está, no en lo que tú has hecho, sino en lo que Dios va a hacer en tí, y eso es una chimba. Segundo, yo reconozco que esa vida nueva que Dios me da sigue contando con mi humanidad, porque Candelaria sigue siendo Candelaria y a veces es medio nea en la vida y tiene cosas que humanamente le cuestan. Cuando uno se confiesa no es pa´ darse palo, sino que reconoce que dentro de nuestra limitaciones hay cosas que nos cuestan y que queremos mejorar. El tercer ingrediente es el más bonito ¿Yo pa qué me confieso? pa´ recibir la medicina, lo que Dios me regala para poder crecer.

Me sonó como una invitación interesante. Hay algo muy lindo y esperanzador en la posibilidad de soltar aquello que nos pesa y entregárselo a alguien más grande que uno para “volver a nacer”. Claro, hay toda una dimensión política sobre la iglesia católica y la culpa de la que hay que hablar (véase sección V), pero creo que la descripción que me hizo el párroco sobre confesarse tiene algo muy poderoso: reconocerse humano e imperfecto para recibir consuelo. Deshacerse del peso en la espalda, las náuseas y el nudo en la garganta para respirar otra vez. Liberarse de la culpa, así sea vomitando o confesándose.

 

iv. La culpa es también política

 

Vivir en sociedad es difícil, por eso es que cada emoción tiene una función social que nos permite, en el fondo, aguantarnos al otro. La culpa es muy poderosa para la vida en comunidad porque nos permite reconocer lo que hemos hecho mal (o lo que creemos que está mal), reconocer el dolor del otro -o de uno mismo- y tener ganas de repararlo. Sin remordimiento no hay perdón y la empatía es difícil. Pero como la culpa está tan relacionada con el “deber ser” y la imagen de nosotros mismos, ha sido utilizada por las instituciones como una forma de control político. Y no creo que eso sea necesariamente malo, al final sirve para darnos un orden social.

 

Nuestro sistema judicial, por ejemplo, se basa completamente en la noción de la culpa. Hay un acusado y un demandante, y son las leyes (la institución) las que determinan si se cometió un delito. Pero el culpable siempre debe ser castigado. El caso de la educación es similar, pues se le enseña a los niños que deben cumplir con ciertas normas o serán castigados. Así, la culpa en nuestro sistema es, sobre todo, individual, y funciona perfectamente para controlar el comportamiento de cada uno de nosotros.

 

Pero las instituciones que nos rigen están, inevitablemente, sesgadas por una ideología y usarán la culpa a favor de ella. Y esa ideología, para nuestro caso, se llama capitalismo. Al capitalismo le sirve que te sientas culpable por no ser lo suficientemente productivo, entonces tu jefe te hará trabajar horas extras por no haber acabado tus tareas; pero será culpa tuya, por no estar a la altura del capital. Al capitalismo también le sirve hacer de las mujeres un objeto de consumo, entonces más nos vale estar flacas, si es necesario dejar de comer y vomitar nuestro último almuerzo con tal de ser deseables. Y entonces, el pobre es culpable de su miseria, a lo mejor tú no te esfuerzas lo suficiente, y de pronto si te unieras al club de las 5am no serías tan miserable.

 

Y creo que aquí está la gran diferencia entre la pasta carbonara y la bomba atómica de la que hablaba al principio. Al sistema no le sirve que Paul Tibetts se sienta culpable por la destrucción nuclear porque sin eso no hubiera sido posible la expansión del capitalismo. En cambio, la culpa era esencial para mantener el cuerpo de María dominado, porque al patriarcado le sirve que hagamos por él el trabajo sucio: hacernos pequeñas. Le sirve que tengamos hambre, porque con hambre no se puede pensar.

 

Según el padre que entrevisté, el rito de la confesión ha sido instrumentalizado con fines políticos. Y así, la confesión resulta siendo el medio perfecto para que las instituciones impongan en nosotros una forma de actuar y pensar. De nuevo, esto sirve para asegurar -hasta cierto punto- lo básico: está mal matar, robar, golpear, etc. y darle un orden moral a la sociedad. Pero de la misma forma, ha sido utilizado para que las mujeres nos sintamos culpables por tirar, que los gays se confiesen por amar a quien “no deben” y que creamos que divorciarse es pecado. Así lo explica él:

— Ciertamente en los estratos más populares hay una conciencia de errores, no por una decisión libre, sino porque me enseñaron que esta es la lista, sin mayor conciencia.(…) Y en los estratos sociales altos, sobre todo en las mujeres, está esta conciencia de “tengo que ser pura, tengo que ser así, este es el estereotipo de la mujer. Como te debes comportar”. Entonces a veces la confesión son unas cosas tan ingenuas que uno dice: marica, ¿A lo bien? Por ejemplo, un día un señor llegó en semana santa a confesarse porque se había comido una tajada de jamón y que no se podía porque tocaba ese día no comer carne.

¿Cuál será, entonces, la diferencia entre la bomba de Hiroshima, la pasta carbonara y el jamón que se comió aquel pecador en Semana Santa?