documento4
por Ignacio Escobar
Nos lo encontramos en un cajón.
No estoy cierto de si cargas con el maletín o más bien lo has dejado en algún lugar. Pudiste haberlo dejado en el café testigo del infortunio y le habrías pedido a la bar tender que lo guardará por ti, que lo recogerías luego, que sería cuestión de un par de horas, como a quien se le nota la premura por encontrar un guarda objetos pues anda visiblemente atareado en la calle y sus compras le obstaculizan los pies y el caminar se le convierte en un esfuerzo más que un placer. Pudiste también solo haberlo dejado en la puerta o debajo de alguna de las mesas que nos vieron y juraron guardar nuestro secreto, sin promesa alguna de volver, como quien descubre en sus bolsillos un intruso representante del desaseo y encuentra algún lugar para poner allí al intruso y no volver. Allí el maletín y las mesas serían viejos conocidos y podrían, sin quererlo, descubrir que sus contenidos que guardan con tanto recelo son más bien parecidos y ambos sirven de relatores para una historia más bien mal contada a falta de un común acuerdo para homogeneizarla y establecerla entre sus participantes. La memoria de los objetos puede estar sesgada y pueden tomar parte. El maletin, por supuesto, no podría rehusarse a ser mi propio abogado, y las mesas, a falta de otra tarea para perder el tiempo, aceptarían ser los tuyos y quizá llamarían a las sillas a testificar en tu contra o en la mía. Y hablarían y pugnarían sin descanso mientras pasan las horas y pasan los días hasta perder el interés o hasta que otros clientes actualicen sus secretos y entonces haya otro maletín y otro contenido. Pudiste haber entrado al café sin ser vista y dejar el maletín en el baño, con misterio suficiente y tan estratégicamente ubicado de modo que los clientes que sigan se rehusen a hablar del maletín, por qué está tan a la vista que dudan que algún empleado o el mismo supervisor no esté al tanto de la situación. Es imposible que alguien antes de ellos no hubiera ya hablado sobre el elefante en la sala y ellos, así deshaciéndose de la responsabilidad, pasarían negligentes junto al maletín hasta que de pronto se volviera parte de la decoración y ya nadie se molestará en levantarlo o en abrirlo o en descubrirlo, completamente integrada al encuadre de modo que resultara simplemente irrelevante.
También es posible que no te hayas tomado el trabajo de tomar y cargar el maletín fuera de tu casa, donde originalmente lo dejé, y fuera a parar a algún rincón donde la visibilidad no impida que el objeto en cuestión deje de ser un extranjero temporal. Como se guardan las maletas de los amigos cuando están de viaje, ahí junto a la puerta, donde parece mantenerse viva la promesa de que serán recogidas. No recogeré mi maletín, no me tomaré la molestia ni te daré el placer. Vive con ella. Sopórtala hasta que se vuelva incómoda. Hazte de argumentos fáciles para revisar el contenido y sorprendente con mi mutilación.
En realidad es de poca importancia donde la hayas dejado, mientras sigas pensando en que está allí. Que de ella, allí en tu alma, no te puedes deshacer. Y algún día por fin, con la excusa de limpiar la casa, te sientas obligada, y con esto quiero decir absolutamente obligada, de revisar su interior.
Yo aquí no quería hablar del maletín, más bien quería hablar de mi mutilación. De la extremidad que me chorrea sangre y sudor a pesar de estar vendada. Mira con tus ojos de Dios la parte incompleta de la que supones un hombre con cuerpo medio. Lo que pasa cuando uno se desangra es que se muere. Y yo he muerto. No una, sino varias veces, en el transcurso de estos meses. Me morí el día en que creí verte y me morí el día en que tuve que decirle a mi papá lo que me estaba pasando. Me morí revisando una galería ociosa y me morí pasando de nuevo por el tornamesa de la 72. Y no lo lamento. He tenido que morir para volver a vivir. A veces sin ganas y a veces mejor. A veces con menos sangre y a veces con más. A veces con la necesidad de que aparezca el miembro fantasma y en ocasiones, sin que me produzca la más mínima añoranza. Así es que he transitado. Un poco muerto en vida, un poco mutilado pero al final mucho más vivo, porque cuando es consciente de que se puede morir cuida más la vida. La agradece y la disfruta.
Excepte ab mortibus sum vivus.
Lo que me queda pedirte ahora es que te mueras. Por justicia o por decencia. Procúrate las muertes que te parezcan necesarias y vive medio muerta y mutilada. Transita tus días en la delgada línea que separa esta vida y su opuesto carente. Y siente lo que es una extremidad fantasma en medio de un mundo fantasma. Déjate llevar por ilusiones vanas y pasiones inundadas. Pero muérete. Si te mueres quizá ya tenga yo los rastros de tu cadáver en mi propia maleta. Pero no quiero un trofeo absurdo y pueril. Quiero que al fin puedas sentir la vida con la muerte cerca.