Del Espíritu
por Samuel Muñoz
Cuando suene la trompeta de Gabriel, se derrumben las murallas de Babilonia y se rebasen los océanos con sangre nos alegraremos de no ahogarnos bajo el peso de nuestros sacos de oro y palabras vacías.
A principios de este siglo es difícil imaginar latitudes no tocadas por la máquina y el progreso, el mundo espiritual que había sostenido por milenios con gran vehemencia el sentido de la vida de los hombres retrocede en un colapso generalizado frente a la luz escaldante de la racionalidad y la métrica que socavan las bases enmohecidas de las imponentes catedrales aflojando algo las cadenas de la individualidad y abriendo caminos insospechados de riqueza, conocimiento y horror absolutos.
Naturalmente, a almas con rezagos de metafísica les cuesta adaptarse al nuevo molde de la realidad que en su tosquedad pragmática anula el orden eterno que descendía como un áureo manantial desde el carnero sacrificial, pasando por héroes y mártires hasta arribar a la más abyecta humanidad. No hablamos aquí de cuervos con sotanas de afición inquisidora y miras filisteas, sino de espíritus nobles con conciencia bicéfala, escindidos tortuosamente entre esta época, que pare dolorosamente devorando a su progenitor y un pasado envuelto en la noche que por eso mismo alberga los más bellos sueños.
La rueda de molino de la ciencia, precisa y aplastante, pretende que las tinieblas que envuelven a todos los fenómenos humanos se difuminen con el soplo del método que dejará un cascarón nudo de cristal vaciado de todo simbolismo incomprensible, la creación no suscitara así más que escuetos diagramas, explicados en los institutos con prosa poco más agradable que la de un mecánico. Esto, lo llamado útil, asciende a pasos agigantados hacia el trono de las necesidades humanas, dejando la contemplación estética a los reprensibles diletantes y a los jóvenes que aún no se requieren para la construcción del nuevo ídolo de la eficiencia.
Frente a esta marcha infatigable que amenaza con proscribir todo rastro de incertidumbre catalogándola de superstición, no debería extrañar que hombres de medios, atacados por el influjo debilitante pero creador de la ilusión, busquen otros horizontes, alejados del chirriar de la locomotora, las lengüetas de ceniza y de la draconiana moral que sin mantener la fe exige el sacrificio.
Algunos en generaciones pasadas, como Lord Byron, tejieron su propio escape a partir del almíbar de sus versos que de penetrante intensidad provocan aún hoy visiones demenciales y salvíficas, otros creyeron en el viaje al Oriente hallar un escondrijo ideal frente al cegador amanecer moderno, con lo que inadvertidamente ponían el rumbo hacia su propia perdición y nosotros, millares de menor talento pero no valor nos atrevemos a mantener el rito y la fe frente a la burla generalizada de lideres, pensadores e iguales.
Ustedes, que nos miran con sorna y lastima, que se regocijan en esa sentencia de Weber sobre un cierto “espíritu protestante”, si se puede siquiera hablar de un alma en esa doctrina que parió la bestia de la modernidad y la ganancia, ustedes están extraviados en el más oscuro de los bosques y lo peor es que no lo saben.
Celebran al Moloch de la ciencia y lo material mientras nos tratan de palurdos y oscurantistas porque nuestros sencillos pueblos no alcanzaron la máxima explotación del hombre. Su único dios es lo útil, incluso entre aquellos que claman con espuma entre sus dientes por la revolución, pues lo único que los diferencia del satisfecho y letárgico banquero es que tienen un instinto de muerte mas desarrollado. No tienen la paciencia del rebaño burgués y desean ver ya al mundo recubierto de acero, fábricas y rieles. Lo único que les excita el reseco corazón son visiones de llamas y destrucción, no les molesta que exista el látigo, sino que no sean ustedes quienes lo sostienen. Como a unos la codicia, a ustedes los consumirá su propia ira, el desenfreno de sus pasiones que llaman pérfidamente libertad.
Es cierto que la fe no se puede ver ni tocar a diferencia de sus libros con hedor a estiércol y sus monedas manchadas de carne y sudor, se ríen porque vivimos en sueño, mientras se atragantan hasta la saciedad con vanas consignas de progreso y tratados sobre como mejor exprimirnos la última gota los unos a los otros. Piedad a los ignorantes, a los que cometen el crimen dejándose rebajar por su lado animal ¿pero a ustedes poseedores de intelecto que deciden usarlo para el mal común de la humanidad? Veneno esparcen, de envidia y disgregación o avaricia y desinterés. Veneno que se enquista en el alma de las naciones y cuya ponzoña de lento actuar la pudre imperceptiblemente.
¿Creen que nos avergonzamos de no ser tenderos, especuladores, charlatanes y usureros de toda calaña? Cuando suene la trompeta de Gabriel, se derrumben las murallas de Babilonia y se rebasen los océanos con sangre nos alegraremos de no ahogarnos bajo el peso de nuestros sacos de oro y palabras vacías.