relato
divorcio en salsa
por Salomón Salazar de la Rosa
Altivo, rey a punto de ser coronado, se pone de pie y la cerca con los brazos. Le dice que está casada, que el esposo está en una mesa al final del lugar.
Irrumpen el piano y la percusión; empina el vaso con alcohol e inaugura el festín de endorfinas. Con precisión artística empieza a liberar los pasos, mirando al suelo sin descuidarlos, como posicionando piezas de ajedrez en el tablero. Una muchacha lo ve animado y se le acerca; lo toma de la mano y le arroja una sonrisa permisiva.
Entran la voz y las trompetas, de clangor familiar e itinerante. Los talones se elevan y caen como marionetas. Se olfatean: se cuecen en perfume y alcohol. Comparten datos biográficos hasta donde la bulla les permite. La melodía del piano les mece las caderas. La trompeta concluye la canción; se agradecen y la muchacha se va.
Toma otro sorbo del trago que le encandila los ojos y le roe la garganta. Lo mira una mujer sentada en diagonal; se acerca alborozado y le pregunta si quiere bailar. Ella acepta. Se zampa, previo a tomarla de la cintura, otra bocanada de la bebida para aceitarse las piernas. Chasquea el bongó. Intercambian nombres y callan; callan pero los pies se hablan, los muslos se luden, los brazos se trenzan. Le susurra un halago detonante; ella cede y cae en el cuchicheo venenoso, psicodélico. Respiran al compás del timbal. Le indica al mesero con señas que le traiga otro trago. Tres golpes del trombón los separan; la dama, apenada, se disculpa y dice que irá al baño, que no tardará.
Reposa sentado. Libera los dos primeros botones de la camisa y la remanga. Los sentidos se alborotan: escucha los chascarrillos de las otras mesas; las fosas ensanchadas abducen los vahos del cigarrillo y la cebada, de las cremas corporales y acondicionadores. Retumban las congas y la muchacha no regresa. Decide descansar hasta la próxima canción, pero llega a su mesa una mujer que dice haberlo visto bailar de lejos, que si acepta. Altivo, rey a punto de ser coronado, se pone de pie y la cerca con los brazos. Le dice que está casada, que el esposo está en una mesa al final del lugar. Le baila también el corazón, la saliva le rastrilla el esófago, las orejas se le inflan; pero que no se preocupe, le añade.
Se cuela con sigilo la clave. Ta ta ta, ta ta; ta ta ta, ta ta. Le arrima los labios y lo anestesia, con morbo lo azuza hasta que, perro bravoso, le mande una mordida. El esposo la busca entre los espacios laberínticos que dejan las personas. Ella baila enajenada, con la cintura envilecida. La armonía de los instrumentos anuncia el desenlace de la canción. Sigue el esposo buscándola ya no con preocupación sino con escozor. Se termina así el matrimonio y la salsa. Al final la encuentra con un fulano cuya camisa va remangada y tiene dos botones al aire; mas llega tarde, ya han dejado de bailar.